Nadie se conoce. Pinturas de Natalia Babarovic

Nadie se conoce. Natalia Babarovic
Textos de la autora, Roberto Merino, Matías Rivas, Marcela Fuentealba y Francisco Morales
Versión en inglés (libro aparte) de Neil Davidson
Edición rústica, 23 x 27 cm alto
220 páginas
ISBN: 978-956-9866-06-7
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*Leer entrevista con Natalia Babarovic en La Segunda

Desapariciones
Roberto Merino

La aparición de un hombre ante el frontis de una casa cerrada, parado en lo que podría ser un pequeño puente ornamental, en una atmósfera general tormentosa y eléctrica.

La irradiación de la sombra fluorescente de un árbol sobre la vereda donde unas niñas juegan a marcar figuras con tiza en el pavimento (como si la imagen de la infancia idílica hubiera sido procesada por la maquinaria del sueño).

Un pájaro detenido en vuelo en el plano blanco del cielo: está en su punto icónico, aquel momento en que con la menor cantidad posible de detalles uno entiende que aquella mancha negra sobre el blanco es un pájaro, y aún más, el signo de un pájaro. La mancha es un trazo inteligible.

Alguna vez llegué a pensar problemáticamente en los espacios de tela en blanco –cruda o preparada– que Natalia Babarovic dejaba visibles en sus paisajes. No lograba entender la necesidad de existencia de esas zonas inconclusas, salvo que la autora hubiera querido precisamente incorporar a su pintura el concepto de “lo inconcluso”. Pero esta dinámica no correspondía en absoluto a su forma de proceder. Natalia, me parecía, solo podía especular desde un esquema de problemas y soluciones técnicas. Lo inconcluso no podía estar ahí más que como solución de algo, de un desequilibrio estético probablemente situado más allá del alcance de nuestra mirada.

Muchos años después se me aclara el sentido. Hay algo previo, un estamento de base, una condición epistemológica independiente de la pintura y de su aprendizaje. La realidad, esa categoría puesta siempre en cuestión, se instala como una demanda explicativa: por más estructuralmente vinculada que esté a cualquier noción de ser, necesita ser separada, considerada en sus mecanismos. La realidad aparece de distintas formas y es más visible aún en aquellos instantes que se libran de nuestros automatismos cotidianos. Es eso: me pareció que las zonas en blanco de la tela quedaban ahí como la huella de un momento liminar de cualquier proceso de creación, la nada de donde todo sale.

No habría para qué escribir, ni pintar, ni articular sonidos en un teclado, si no sintiéramos que debemos reajustar nuestra relación emocional con el mundo. Si no hubiera desajuste habitaríamos una especie de paraíso mental oriental, sin formas ni clasificaciones.

La falacia académica consiste en suponer que existe una perfección alcanzable en el arte por caminos prescritos.

Es probable que el primer día de la creación amanezca cíclicamente, en tiempos distintos, en distintas circunstancias. La foto de Niépce de 1826 capta uno de estos primeros días, o para decirlo en términos fotográficos, uno de estos primeros instantes de la creación. Nunca antes el paso de la luz mediante la acción de un obturador había sido registrado. Nunca antes la representación de un fenómeno había sido a la vez su huella directa.

Las escenas desestabilizadas, incómodas, que se han ido acumulando en estos años. En algunos casos se trata de bocetos, cartones; en otros de pinturas grandes, cromáticamente complejas, con imágenes repasadas, proyectadas unas sobre otras. Todo esto organizado según la dinámica del taller.

Una mujer tuerce el cuello para mirar hacia atrás, justo en ese punto de la línea del horizonte donde se ubican los ojos del espectador. Su mirada tiene algo de la de Medusa. En un sentido su gesto viene “del otro lado” mental, en un sentido más cotidiano es la expresión de alguien a quien se le recuerda algo desagradable mientras se va yendo.

Una médium con circunstantes nocturnos en torno a una mesa destartalada en un primer plano desplazado hacia la izquierda.

Luz de fin de fiesta, intimidad de pieza con refrigerador.

Un hombre agita un trapo al viento junto a una fogata en plena calle, flanqueado por un grupo de curiosos.

Fusilamientos, experimentos con seres humanos, piqueros.

Para que un movimiento expresivo se realice ante nosotros, para que podamos decodificarlo en la interacción comunicativa, aplicamos una economía semiótica; atendemos al gesto mismo en el punto de su concreción, y automáticamente pasamos a la esfera de lo no visto, de lo imperceptible, el movimiento total de ese gesto, su punto de partida y los estados intermedios. Pues la cara de angustia con la que alguien nos enfrenta –deseando disipar en nosotros su dolorosa incomodidad– parte necesariamente de otra cara, de una cara serena por ejemplo.(…)