Por María Pía Escobar
Hoy es uno de esos días en los que todo me molesta.
Por eso, en días como hoy, evito comer chocolate.
Quien me conozca intuirá la gravedad de este hecho pues el chocolate y sus derivados -galletas, tortas, helados y, sobre todo, mendocinos (sendos alfajores rellenos de manjar, bañados en chocolate)- son una de las pocas cosas que me movilizan en días con sueño: por un mendocino, por ejemplo, soy capaz de salir del estado larval de un día domingo para embarcarme en su búsqueda.
La razón de mi evasión a los chocolates o sus derivados es que, como todo me molesta, no dejo pasar ni a mis propios males, errores o autoengaños. Y mi gusto por el chocolate es un autoengaño que está dentro de los tres autoengaños más recurrentes en mi vida (antecedido por el recurrente autoengaño de admirar características de gente que solo se justifican por su atractivo físico y que, pasado el tiempo de admiración, acepto como falsos. Me he descubierto justificando “la estética” de alguien solo por su lindura).
En días como hoy, si como chocolate, lo que hago es mirar su envoltorio, específicamente la tabla de ingredientes. Allí leo, ya sin asombro, que lo que menos tiene el producto es cacao. Para martirizarme más, complemento esta información con el hecho, ya muy presente en mi cerebro, de que el chocolate que tiene más cacao es el que menos me gusta por su amargura.
Lo que realmente me gusta, entonces, es la grasa, la manteca, el azúcar, incluso el saborizante natural de vainilla de Madagascar.
Un gusto que me hace sentir menor.
Para que quede aún más claro mi estado el día de hoy: la normalmente grata experiencia de masticar tostadas crujientes con queso se transformó en malestar cuando descubrí que el queso, por estar derretido -lo que suele atraerme- ablandó parte del pan y estropeó tímidamente la capa tostada. Malestar que provocó que masticara con desdén y sin gusto, una insatisfacción mañanera imperdonable.
Debo destacar, que en días como hoy, mi sensibilidad corporal se perturba de igual forma que mi sensibilidad mental: el silbido o risa de quien que me cae mal penetra a mi oído como se sumerge al agua un nadador profesional: directo y firme. No sólo mi tímpano colapsa, lo hace todo mi cuerpo: desde los pelos de mis brazos, que se yerguen tiesos, hasta mis ojos, que se ponen blancos para evidenciar mi molestia. Porque lo difícil, en días como hoy, es que no puedo falsear bondad, simpatía o cordialidad, y expongo con total soltura mis malestares, lo que me separa dramáticamente del grupo de los simpáticos para insertarme en el de los pesados.
Como poco tolero en días como hoy -ni a mis propias mentiras- poquísimas cosas me reconfortan. Pero las hay. Y como no quiero mostrar sólo mi amargura, expongo sobre este texto la pintura del niño a punto de comer un huevo, de Charles Spencelayh, que no solo me reconforta, sino que me hace enormemente feliz.
Felicidad que, debo decir, se vio empañada al buscar información del autor y descubrir lo poco que hay de él.
A continuación detallo, para luchar contra mi amargura -y para que los días como hoy no triunfen por sobre mi naturaleza simpática, alegre y dicharachera los días comunes-, lo que me reconforta de la pintura del niño que está a punto de comer un huevo.
Primero, me reconforta el huevo.
Aunque los huevos me provoquen rechazo (en todas sus formas, a excepción de su uso en masas que luego se hornearán y se trasformarán en alfajores, tortas o kuchenes) la perfección de este huevo y cómo se sostiene en su soporte me provoca tranquilidad, como si yo fuera ese huevo y fuera sostenida por los cómodos brazos de un ser deseado o amado.
Segundo, la rebanada de pan.
De un grosor tan perfecto que me despierta gratos deseos que asocio a músculos y terminaciones nerviosas.
Tercero, la taza.
O, para ser más fiel a los hechos, el tazón, o taza gigante, o tacita desproporcionada, con una cantidad de café o té tan bien servido, tan arriba, tan al borde, que me provoca un intenso bienestar, similar al que me genera la imagen siempre bienvenida de Sergiu Celibidache dirigiendo el Bolero de Ravel en el año 1971; específicamente su aspecto y comportamiento hacia el final, cuando está llegando al punto cúlmine.
Su pelo desordenado y su cara algo desfigurada logran que todos mis pensamientos aprisionados en días como el de hoy, se liberen.
Días como hoy, cuando todo, todo, casi todo, casi, todo todo, casi todo me molesta.
Como es posible que familiares decorosos lean las palabras recién escritas y se espanten con la evidente libido que me despierta un huevo, una taza con café bien servido y una rebanada de pan, acuso que todo lo escrito es producto de un estado perturbado, sólo visible en días como hoy.
Días poco frecuentes, porque los días como hoy, en realidad, no existen.
Y la verdad es que no soporto los cachetitos del niño que está a punto de comer un huevo, unos cachetes rosados, brillantes y porcinos.
Menos aún soporto su facción de placidez que un huevo no amerita.
Ya ni quiero entrar en la falta de cuello; la bata de viejo que adorna sus carnes me ha afectado lo suficiente.
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