Morir de mal de muerte. Amanda Contreras

1. Cuando murió mi psiquiatra, luego de un infarto que le dio en lo que, obvio, fue nuestra última cita, me pregunté ¿seré yo? Cuando murió mi abuela me llamó una amiga, no sé cómo supo; yo estaba tranquila, dije aló y me puse a llorar. Todavía no entiendo por qué. Cuando murió mi abuelo, en realidad el día antes de que muriera, pero cuando ya sabíamos que iba a morir, él nos reunió en su pieza. Estaba acostado en la cama, nosotros estábamos en torno, él también sabía que iba a morir, algo nos dijo, unas últimas palabras. Luego empezaron las despedidas individuales; ahí fue cuando aproveché para salir de la pieza, porque me dio lata quedarme.

2. La última vez que mi abuela vio a su hermana que tenía Alzheimer, volvió muy, muy conmovida; conversó conmigo, me dijo que no la había reconocido, que no hablaba. Mi abuela lloró, sentía culpa. Yo le dije que su hermana ya no era su hermana; que su hermana ya se había ido. Creo que eso la confortó.

3. Creo que nunca me he conmovido con una obra de arte; quiero decir, quedar impactada, sentir gozo, pero a la vez extrañeza. Me conmoví, sí, cuando vi los restos de la industria del carbón en Lota; la maquinaria, las torres, los fierros. Todavía no entiendo por qué.

4. En biología te enseñan que la muerte es el cese de las funciones vitales y que la vejez, o en realidad el envejecimiento, es la acumulación progresiva de daños que van mermando la salud, y que finalmente llevan a la muerte. Alguna vez se me ocurrió que una enfermedad o un accidente que lleva a la muerte a alguien de, digamos, cuarenta años, podía entenderse como un envejecimiento abrupto, súbito. Eso le pasó a mi padrino cuando se suicidó. ¿Se puede decir lo mismo de los niños que mueren de muerte súbita?

5. Los parakas —un pueblo precolombino en la costa sur de lo que es hoy es Perú— envolvían a sus muertos de tal modo que parecían una semilla, que luego enterraban, o más bien dejaban en una suerte de depósitos subterráneos, en sus mismas villas. O sea que los parakas sembraban y cultivaban a sus muertos, y vivían con ellos.

6. Hay muertos en Facebook. Según un artículo que leí, si Facebook sigue creciendo a su actual ritmo, para el año 2100 alojará las cuentas de 4.900 millones de muertos. Eso sí, si mueres puedes designar (imagino que desde el más allá) un “contacto de legado” para que se encargue de tu “cuenta conmemorativa”; o puedes decidir que tu cuenta se elimine permanentemente.

7. En el patio de la casa de mis papás hay enterrados dos perros y tres o cuatro gatos. Sobre ellos ahora está el radier de una bodega; ojalá los fantasmas puedan traspasar el concreto.

8. El 26 de octubre de 2019 murió Ana González, sin saber qué paso con su esposo, sus hijos y su nuera (embarazada), todos secuestrados y desaparecidos, en 1976, por la dictadura. En la última entrevista que dio dijo: “Yo envejecí, mi viejo no; los míos no envejecieron, solo yo envejecí”.

9. Era el mejor amigo de mis papás, gracias a él me gusta Colo-Colo; su hijo de uno o dos años enfermó de cáncer y murió. Cuando pasó eso yo tenía diez años, como mucho. Él se fue de Santiago, se separó, nunca más supimos de él hasta que hace cuatro o cinco años me habló por el chat de Facebook; está casado, tiene hijos. Le recordé que gracias a él me gusta el fútbol y soy de Colo-Colo, y me respondió que no podía no gustarme el fútbol ni podía ser de otro equipo, porque vivíamos en el barrio donde nació el Colo.

10. En el liceo de niñas de excelencia estandarizada en el que estudié, la profesora de biología nos conminaba a averiguar si nuestras parejas (reales o imaginadas, presentes o futuras) tenían alguna enfermedad mortal, pero latente, que pudiera heredar algún supuesto hijo; es una cuestión de responsabilidad, nos advertía.

11. Desde los treinta y cinco años, pensar que voy a morir me conmueve; no cada vez que lo pienso, pero ya van varias oportunidades en que me ha abismado. Imagino que eso es ser vieja, que te abisme pensar tu muerte. Antes, cuando eres joven, o niña, es poco más que un dato, una generalidad, nada distinto a saber que un día tendrás treinta años o treinta y cinco.

12. Compré un libro usado, al hojearlo cayó una foto. Dado el borde blanco que la enmarca, las ropas de quienes aparecen y el mobilario, imagino que es un registro de los años noventa. Hay un hombre de unos cincuenta o cincuenta y cinco años que tal vez hoy esté muerto. ¿Tendrá su familia una copia de ese momento que encontré en un libro?

13. Mi mamá me llamó por teléfono para decirme que mi abuela estaba mal, que se iba a morir, que fuera para allá; vivimos a diez o quince minutos en micro. Cuando llegué ya había muerto. Mi mamá me contó que la vio asustada, le tomó la mano y le preguntó si tenía miedo. Mi abuela le dijo que sí, no sé si con palabras, moviendo la cabeza o quizás con los ojos. Tranquila, yo estoy con usted, la voy a acompañar, le dijo mi mamá. Mi abuela se calmó. Han pasado los años y he pensado en volver a ir a algún psiquiatra; me pregunto, eso sí, si deberé advertirle lo que pasó con el último.

Amanda Contreras (La Serena, 1982) vive desde los cinco años en Santiago. Es profesora de Biología.

Imagen: Fardos funerarios de la cultura parakas. El Popular de Perú