En 1954, el nadador, mi padre, llegó a estar a dos segundos del récord de España de los cien metros libres. Nadaba los cuatro estilos con la clase impecable que en aquel entonces tenía la escuela canaria y era especialmente bueno y rápido en mariposa y crawl. En 1970, pasó muchos meses fuera de casa trabajando en Sudamérica. Cuando regresó, mi hermano, que era muy pequeño, no le recordaba ni sabía quién era. Desconfiado, seguía de lejos a aquel extraño que de repente había aparecido en su vida y salía corriendo cuando mi padre se daba la vuelta. Mi hermano siempre fue de mirar mucho y hablar poco. En algún momento tomó esa sabia decisión, y así sigue hasta ahora.
Yo tenía algunos años más y preguntaba. ¿Dónde has estado? Lejísimos, contestaba mi padre, en la ciudad más austral del mundo. ¿Y qué es austral? El sur, decía, abriendo un atlas para mostrarme primero dónde estábamos nosotros y después señalar el extremo inferior de Argentina. Ushuaia es la ciudad que está más al sur del mundo. ¿Más lejos que la casa de los abuelos?, pregunté intentando entender cuánto de lejos significaba aquello. Muchísimo más, dijo mi padre poniendo el dedo sobre Canarias. Efectivamente se veía mucho más distante. Después, cuando aprendí a leer, mirar mapas, descubrir países, ciudades, montañas y ríos, me entretenía tanto como los cuentos.
Desde que tengo memoria, lo de juntar información siempre me pareció muy saludable. Sobre todo, guardarla. Por timidez o por intuición, encontraba más interesante acopiar y reservar, que alardear como solían hacer amigas o compañeros sobre las particularidades de su casa. En esa etapa de superlativos en la que tanto se escucha “mi padre, (o mi madre), es el más…”, muchas de sus historias me sonaban falsas o exageradas. Pensaba que lo mismo les sucedería a ellos si yo me jactaba de lo que entonces consideraba las proezas de mi padre. Tras un único desliz temprano e inocente que me costó un buen castigo, aprendí las ventajas de la discreción. Decidí que era mejor guardar. Eso me hizo una buena confidente. De las cosas que me cuentan, no suelto nada. Soy una tumba, y así sigo hasta ahora.
Mi padre tenía un acento diferente. Usaba palabras que no le escuchaba decir a los demás. Era de una isla remota con volcanes activos que la mayoría de la gente no ubicaba en el mapa o confundían con Palma de Mallorca. Pilotaba avionetas. Estuvo a dos segundos del récord de España de los cien metros libres. Conocía la ciudad más austral del mundo. Mis compañeros ni siquiera sabían lo que significaba austral. Escuchaba folklore latinoamericano, tangos y La cantata del mencey loco. Sabía cosas raras. Tenía un armario lleno de cables, circuitos y aparatos estrambóticos, una cámara súper 8 con su reproductor, una máquina para revelar fotos y un voltímetro con el que se divertía poniéndonos los electrodos en la mano y diciéndonos que era un detector de mentiras. Tenía también muchas manías, todo hay que decirlo.
A los siete u ocho años, yo había auto construido la idea de una familia con algo de lejano y exótico. Y eso me gustaba. En el extraño micro mundo de la psiquis infantil, la biografía de lo raro y sobre todo, guardar la información, me daba seguridad. Ante cualquier roce de patio de colegio, esos pequeños detalles que consideraba diferentes, lo que creía que sabía y el otro no, me envalentonaban. Si percibía una amenaza, enseguida tomaba una actitud distante y desafiadora. Un gesto intuitivo que consistía en echarse un poco hacia atrás, erguirse todo lo que daba la altura, proyectar un gesto irónico en la boca, endurecer la mirada y concentrar en el estómago toda la fuerza que en ese momento uno tuviera disponible. Mi madre lo llamaba marcar el círculo de seguridad. El espacio físico que el otro no debe traspasar y que defenderás cueste lo que cueste. Al que está fuera de la circunferencia, hay que dejarle muy claro que le saldrá caro cruzar la línea. Los patios de colegio nunca han sido terreno fácil.
A la identidad le bastan cuatro estacas para construirse. Y sobre esos frágiles cimientos hay que atravesar toda una vida y mantenerla en pie. Lo que la infancia nos deja como vigas es cuestión de suerte. Para muchos, serán destellos luminosos de los que sentirán nostalgia con el paso de los años, y para no pocos, residuos de una pesadilla que sería mejor no recordar. No hay cómo elegir que queden huellas o heridas.
Hoy, me he acordado de la natación, de Ushuaia y del voltímetro por un reloj. Los recuerdos son así. Aparecen cuando quieren sin saber muy bien de dónde salen. Una cosa lleva a la otra y terminas en cualquier parte. Leía algunos titulares saltando de un artículo a otro, cuando por casualidad llegué al vídeo en el que los científicos del Bulletin of Atomic Scientists presentaban la hora que este año marcará el Reloj del Juicio Final. Como en 2018, la aguja quedó apenas a dos minutos para la medianoche.
El Doomsday Clock apareció por primera vez en la portada de ese boletín de divulgación en junio de 1947. Consternados por los efectos devastadores de la bomba atómica que sus investigaciones habían ayudado a crear, algunos científicos que participaron en el Proyecto Manhattan, idearon un símbolo cuyo fin era alertar sobre los riesgos de catástrofe global que pueden poner fin a la civilización o aniquilar a la humanidad.
Para acentuar la urgencia de control sobre los elementos de riesgo, como si se tratara de una cuenta atrás, el reloj solo marca los quince minutos anteriores a lo que los científicos denominan la medianoche apocalíptica. Cada año, ellos mantienen, atrasan o adelantan la hora a discreción considerando dos factores: si el futuro de la civilización está más seguro o en mayor riesgo que el año inmediatamente anterior, y si está más seguro o en mayor riesgo en relación al momento en que fue presentado el reloj en 1947. Desde entonces, se ha convertido en un ícono de alerta global. Su objetivo no es medir un tiempo específico, establecer fechas exactas ni hacer futurología. De forma simbólica, pretende captar la atención y concienciar sobre el riesgo de aniquilación que entraña el uso inadecuado de algunas tecnologías.
Para determinar la disminución o aumento del peligro, un comité muy amplio de científicos, especialistas y asesores, evalúa distintas variables relacionadas con la tensión y el contexto político, económico, social y tecnológico del momento a nivel mundial. Hasta 2007, consideraban como principal elemento de riesgo la proliferación de armamento nuclear. A partir de esa fecha, el comité incluyó como amenaza el cambio climático. En los últimos años, ha incorporado las tecnologías disruptivas, la inteligencia artificial e incluso se mencionan las fake news, la guerra de desinformación que intenta minar las democracias y la ola irracional de descrédito y desprecio que muchas personas manifiestan hoy por los postulados científicos. No es de extrañar teniendo en cuenta la insensatez y propagación de movimientos como los anti vacunas, los negacionistas del cambio climático o los defensores de la Tierra plana. A esta situación estrafalaria y un tanto histérica de la situación mundial, los científicos la han bautizado con el distópico nombre de “la nueva anormalidad” (the new abnormal).
En 2017, por primera vez en siete décadas, el comité adelantó el reloj treinta segundos a causa exclusivamente de los dichos y acciones descabelladas de una única persona: Donald Trump. También podrían incluir en el statement a su cerebro, Bannon, y a quienes los financian, entre ellos el misterioso Mercer. Personajes que, tras colocar a Trump al mando del arsenal nuclear de Estados Unidos, a Bolsonaro en la presidencia de Brasil y orquestar el Brexit, es muy probable que nos dejen boquiabiertos con los resultados que sus maquinaciones pueden provocar en las elecciones europeas de mayo.
No son los únicos. Nos ha tocado un mundo manejado por una buena cantidad de líderes dementes de diversa ideología y color. Tampoco son los primeros. La diferencia está en las tecnologías a las que hoy pueden acceder. La proliferación de armas nucleares en muchas manos diferentes aumenta el riesgo. Pero también representa una amenaza a la hegemonía y a los intereses de las potencias tradicionales que ya las tienen. Nadie quiere perder terreno. Es común que los lobos se vistan de corderos. Habrá que confiar en que la sensatez de los científicos prevalece por encima de su nacionalidad.
El reloj está a dos minutos de la medianoche del Apocalipsis. Sólo en 1953 estuvo tan cerca. Un año en el que la Guerra Fría alcanzó uno de sus puntos de máxima tensión debido a las pruebas americanas y rusas de la bomba de hidrógeno. Sobrevivimos al 53 y sobreviviremos a 2019, cada año tiene su particular almanaque de catástrofes. Aunque siempre será mejor no tentar a la suerte estirando demasiado el elástico.
El reportaje del Doomsday Clock que he visto en el vídeo, me hizo recordar una tarde de hace muchísimos años. Con pocas ganas hacía los deberes en la mesa del cuarto de estar de casa. Por supuesto nada sabía entonces de ese reloj. A mi lado, mi padre se aplicaba más que yo en sus ejercicios de inglés. Le ponía mucho empeño, pero era realmente nulo con los idiomas. Él le echaba la culpa a mi abuelo porque no le había dejado ir a estudiar la carrera a Bélgica, ya Madrid le parecía bastante lejos. Por lo menos ahora hablaría perfecto francés, decía a veces mi padre muy pensativo, como si fuera detrás de algo que se le había escapado.
Esa tarde estaba aburrida con las tareas y cualquier cosa que no fueran mis cuadernos captaba mi atención. Mi padre tenía sobre la mesa un libro de ejercicios o una revista de prácticas de lectura donde vi el dibujo del reloj. ¿Qué es eso?, le pregunté. El reloj del fin del mundo, contestó. ¿Cómo del fin del mundo?, me extrañé, ni siquiera parece un reloj. No es un reloj como éste, dijo mi padre señalando el que llevaba en la muñeca, no marca las horas, es un reloj que usan los científicos para advertir que la guerra atómica puede acabar con el planeta. Déjame terminar los ejercicios y tú, estudia. A mi padre había que entenderle los momentos de no preguntar. Así que acaté la orden e intenté concentrarme en mi cuaderno.
La memoria va por libre, navega entre lo real y lo ficticio. Nos sobresalta como el payaso que de repente aparece balanceándose como un idiota en su resorte cuando sale disparado de la caja de sorpresas. Hace gracia, pero no tanto. Porque tiene algo de siniestro y de infeliz, como todos los payasos. Alguna vez le pregunté a mi padre por qué se había quedado a dos segundos del récord si dos segundos pasan así, rapidísimo, no son nada. El nadador me dijo que el tiempo no corre siempre de la misma manera. Que, en la natación, dos segundos son una eternidad casi insalvable, y que cuando asumió que había llegado a su límite y no conseguiría bajar su marca, dejó de entrenar. Además, yo no era nadador profesional, añadió, era sólo un desafío personal. Y entrenaba en agua salada. Eso, ya lo deberías saber, te da ventaja.
Así se levantan y se caen los mitos. He sabido también que desde marzo, Ushuaia ya no es la ciudad más austral del mundo. El título ha pasado a Puerto Williams, una ciudad de Chile, país donde en aquellos años, nunca habría imaginado que algún día viviría. Algo de lo que privadamente presumí, deberá reacomodarse en mi memoria.
Empecé escribiendo sobre el reloj apocalíptico y los desastres planetarios, pero el hipocampo se puso hiperactivo, decidió sacar la retroexcavadora y cambió los planes. Ahora, a dos minutos para la medianoche y siguiendo el hilo, la pala escarba en algo mucho más reciente. Durante años, el apartamento del armario lleno de cables, herramientas y circuitos, estuvo cerrado. Coincidió con la crisis del ladrillo. Nada se vendía. Pero el tiempo siempre termina por encontrar un comprador y mi hermano y yo lo vendimos finalmente hace dos años. Para vaciarlo, llegó una cuadrilla de rumanos eficientes que hablaban muy poco español. Descuartizaron los muebles haciendo palanca para saltar con más fuerza al reventar las juntas. Tiraron los libros al suelo y los metieron en cajas. Sacaron la ropa que aún estaba en los armarios. Descolgaron las lámparas del techo y los trastos que quedaban se fueron amontonados en muchas bolsas de basura. El destino de las dos furgonetas que llenaron era el vertedero.
Ese día, pensé que había concentrado en el estómago toda la fuerza disponible, pero no fue suficiente. Al final de la tarde, la casa estaba completamente vacía, en las habitaciones los ruidos hacían eco. En un rincón, mi hermano y yo habíamos separado la cámara súper 8 y su reproductor, la máquina de revelar fotos, el voltímetro que detectaba las mentiras, álbumes, películas y diapositivas, pasaportes, algún cuadro y varios libros, no mucho más. Sin decir nada, antes de salir recorrimos otra vez los cuartos vacíos. Bajamos las persianas y al cerrar la puerta la casa entró en su medianoche. El nadador tenía razón, el tiempo no pasa siempre de la misma manera. A la cuadrilla de rumanos eficientes que apenas hablaban español, les bastaron seis horas para reducirnos el pasado a tres maletas, un par de bolsas y siete cajas.