Era un niño de diez años y estaba en quinto básico. Mi colegio era de curas, jesuitas, el San Ignacio para ser más preciso. Un día en la oración de la mañana leyeron el Evangelio de Lucas, capítulo 17, versículo 33. Al escucharlo, quedé de una pieza, aterrorizado: “Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará”. Mi pequeña cabeza se remeció y luego se puso a trabajar para intentar digerir la extrañísima paradoja. Mi situación, para más detalles, era delicada. Recién habían pasado cinco años desde que mi hermano Mario había muerto, lo que me tenía muy sensible a todo lo que se vinculara a la desaparición de personas. Digo desaparición, porque para mí fue eso, ya que no tengo recuerdo alguno de haber asistido a su entierro. Así, la muerte se presentaba como algo terrible y confuso que había que evitar a como diese lugar. En eso estaba cuando escuché el mandato evangélico: ¡para salvar la vida, la receta era perderla! Un mandato disparatado desde todo punto de vista.
Tan disparatado que nunca se me borró. Quedó en el congelador de mi cerebro a la espera de que alguna iluminación descifrase su significado. Pasaron años, lustros, décadas hasta que, leyendo a Primo Levi, su sentido oculto me explotó en la cara. El autor de Si esto es un hombre describe con sobriedad la vida en los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Relata la vida de los kapos, es decir, aquellos condenados que, para mejorar su bienestar, asumían el trabajo de reprimir a sus propios compañeros. Ahí floreció el significado de la paradoja de Lucas: el kapo salvaba su biología, su cuerpo, pero perdía su biografía, asesinaba el sentido de su vida. En el fondo, el kapo era un cuerpo bien alimentado que había decidido prescindir de la narrativa que lo mantenía en pie: el ethos de su biografía. Desertaba de su condición de víctima para elegir el rol de verdugo, enterrando así la dignidad de su ser anterior. El mendrugo de pan adicional que obtenía, el abrigo extra que se ganaba, tenía un precio: sus descendientes preferirían borrar su memoria, pues no desearían asumir su traición. Y claro, si es que hay una muerte perfecta, esa es el olvido.
La pandemia del Covid 19 me hizo volver a este tema. Ya no desde el escenario radical de un campo de exterminio, sino de la inquietante situación de cuarentena domiciliaria. Encerrado, revisando la lista de precauciones higiénicas, me imaginé en la tarea de ejecutar cada una de ellas. Resultaba que cada rutina profiláctica se podía hacer mal, más o menos o muy bien y esto desataba, desata, la imaginación. En concreto, que un pequeño error en una rutina podría desatar una tragedia. Un pequeño olvido, unas manos mal lavadas, un teclado sin el suficiente alcohol y todas las precauciones serían inútiles. El potencial de angustia de este tipo de razonamientos es infinitamente opresivo. El mecanismo es simple, pues descansa sobre el mismo chasis del pensamiento religioso neurótico: si te dejas llevar por ese vicio, en apariencia inofensivo, condenarás tu alma por toda la eternidad. Así, si la conservación de la vida es el bien absoluto, tendremos que tolerar que dicho bien absoluto regule absolutamente nuestras vidas. Acá el resultado es complejo: si toda valoración está puesta en la vida en abstracto; es inevitable que las horas perdidas en tareas de higiene neurótica, no tendrán ningún valor. Luego, salvamos nuestra vida, pero al costo de perderla en liturgias circulares de limpieza y desinfección.
Aquí, habría que preguntarse por qué la modernidad cayó en la misma ritualidad neurótica que los rosarios y mantras de la religión. Habría que buscar en las promesas centrales de la modernidad: la autonomía de la voluntad y el control de la naturaleza. Ambas, es casi cruel recordarlo, son una fantasía, una aspiración, no una realidad. Posamos de ser soberanos de nuestra voluntad cuando el miedo no nos ronda y dominamos la naturaleza, mientras los asteroides nos esquiven, los virus sean “buenas personas” y los volcanes se duerman. A la postre, la modernidad ha sido una madre sobreprotectora que ha pretendido ocultarnos que la vida es un caminar precario sobre una cuerda floja. Si fallan sus recursos esenciales (vacunas, medicamentos, respiradores), nos agobia con la ritualidad de la higiene.
El horror, en caso que la pandemia pase y sobrevivamos, será que nos quedaremos con un vacío biográfico imposible de llenar. Cuando nos sentemos a recordar qué podremos rescatar de bueno de estos días de cuarentena, tendremos sólo una imagen raquítica en nuestro cerebro: una botella de cloro. Nuestra utopía habrá sido la esterilidad, la muerte perfecta; pero, claro, a salvo de todo peligro… Qué alivio.
+Mauricio Hasbún (Santiago, 1969) es periodista y autor de los libros de narrativa Caído en desgracia e Indulgencia.
Imagen: United States Holocaust Memorial Museum/Alice Lev