Lo humano y lo falso. Silvia Veloso

Que las vacaciones son un invento reciente, por no decir capitalista de última generación, lo atestigua el hecho de que al poner en práctica esa mala y poco confesable costumbre de buscar citas enjundiosas para apuntalar alguna de nuestras ideas, no aparecen montesquieus, ni hegels, ni científicos o estrategas célebres anteriores al siglo XX que se hayan tomado el tiempo de pensar y bordar alguna frase sobre la materia.
Algunos griegos, romanos, y pensadores pre-industriales sentenciaron sí sobre las bondades del ocio, pero el tiempo libre al que se refieren, más ligado al placer y el cultivo del espíritu, poco tiene que ver con ese éxodo masivo e histérico de playas y sol que en la actualidad se asocia a las vacaciones.
El mercado del ocio estival tiene a lo largo del planeta sus puntos calientes y uno de ellos está en las costas del sur de España. Ese espacio donde Europa y África se miran más de cerca y casi se tocan, es para unos el sur del relajo y el dolce far niente, y para otros, el norte próspero y promisorio que esperan alcanzar y por el que están dispuestos a correr cualquier riesgo. Un lugar que como muchos otros, ilustra el escenario ambivalente de alegría y drama que vive el Mediterráneo.
En esas playas, a las que por igual se asoman la felicidad y la tragedia, el observador atento reconoce con facilidad entre la multitud la fauna diversa que puebla la costa en verano.
Los nórdicos aprovechan al máximo su semana de vacaciones y sol para volver con el bronceado dorado perfecto que los distingue y que provocará miradas de envidia en los compañeros de oficina que se quedaron en casa. Los ingleses también lo intentan, pero no pasan de lucir en la piel un rojo arrebatado subido de tono parecido al de los camarones que comen en los restaurantes. En las últimas temporadas se han dejado ver muchos rusos, se los reconoce por los brillos, por las joyas y por el maquillaje del que las mujeres no prescinden ni para bajar a la playa.
Todos ellos tienen en común ser silenciosos. Los nórdicos y los ingleses comparten además la afición por los best sellers de quiosco de más de quinientas páginas y portadas con títulos de letras brillantes. Admira verlos leer bajo el sol durante horas, girando el cuerpo con estudiada periodicidad para que el bronceado, o el rojo quemado, quede homogéneo.
Ya la fauna local es bastante más ruidosa, especialmente los fines de semana, cuando clanes enteros en varios grados de parentesco, montan sus campamentos en la arena para disfrutar del día de playa. Jornada de asueto y felicidad que puede muy bien concluir con un partido de rugby jugado a los gritos en la orilla del mar lanzándose unos a otros una sandía como balón. Son familias que exhiben un despliegue admirable de organización y logística que incluye el montaje de carpas o pérgolas, mesas, sillas plegables, juguetes, neveras, cubertería, tortillas, menaje, bebidas y viandas de todo tipo. Legado éste del nomadismo y la construcción portátil que da buena cuenta de la herencia de más de ocho siglos de presencia árabe en la península.
El sol no hace distingos y brilla para todos. Están ahí porque en esos kilómetros de costa hay más de 320 días y 2.905 horas de sol al año, un clima privilegiado y aire festivo de vacaciones low cost. Para refrescarse está el mar, generalmente tranquilo y con una variada oferta de diversión acuática: alquiler de patines y motos de agua, banana loca, windsurf o paddle board. Y lo último, como si en los mares no hubiera ya bastante plástico y basura, una isla flotante multicolor a unos cincuenta metros de la orilla, con toboganes, rampas, trampolines y camas elásticas. Todo de reluciente plástico hinchable.
Bajo el mismo sol que disfrutan los turistas, los ambulantes caminan sobre la arena zigzagueando entre las hamacas, sombrillas, toallas y juguetes de los veraneantes. Vestidos de blanco y cubiertos de pies a cabeza hasta la punta de los dedos, se ven algunos orientales que tímidamente y en voz baja ofrecen masajes. Una actividad ilegal que el Ministerio de Salud considera poco higiénica y prohíbe en las playas, de ahí el discreto susurro con el que los supuestos kinesiólogos ofrecen sus servicios. La prensa dice que son chinos, pero pueden ser de cualquier parte, llamar chino a toda persona con rasgos orientales es la forma popular e imprecisa de hablar que se usa, libre de culpa y con cierto desdén, en y fuera de los medios.
Bebida y comida ambulante se vende poca. La presión y el lobby de los restaurantes y quioscos de playa para resguardar su negocio es mucha y apenas se ven algunos vendedores con bandejas de croissants y pastelería. Dosis adicional de azúcar y colesterol para añadir con felicidad a los desmadres alimenticios del verano de occidente.
Los otros ambulantes se dedican a la ropa y los accesorios. Son africanos, ellos sí, casi todos de Senegal. Venden bolsos, relojes, bisutería, zapatillas deportivas, camisetas de equipos de fútbol o lentes de sol. La mayoría de los artículos son de marca, todos falsos.
Desde temprano, los ambulantes peinan las playas. Las autoridades desaconsejan comprar estas mercaderías de origen incierto. Dicen que se fomentan las mafias del contrabando y de la falsificación. También advierten que comprar favorece el negocio inhumano de la trata de personas. Pero para los migrantes que consiguen llegar a estas costas desde la otra orilla del verano, vender abalorios en la playa es una forma de ganarse la vida o de pagar las deudas que contrajeron con los pasadores. El sistema de crédito de los transportistas ilegales es moderno y flexible. Quien no puede pagar en cash el peligroso pasaje para cruzar de África a Europa, puede optar por dejar en caución un conocido o un familiar y completar el resto a plazos. No es necesario extenderse, resulta fácil imaginar qué le sucede a la garantía si el deudor no salda su deuda.
La venta ilegal está considerada como falta leve, al fin y al cabo los vendedores son el último eslabón de un entramado de negocios turbios donde los grandes números se juegan en otras esferas. En la playa no es frecuente ver redadas de la policía contra los ambulantes. Lo más probable es que los agentes se encuentren concentrados en dar caza a los que están en el otro extremo de la cadena moviendo los millones de las falsificaciones y el contrabando. Además, los ambulantes gozan de una especie de permisividad y simpatía colectiva que supone que mientras puedan hacer de la venta una forma, aunque precaria, de ganarse la vida, se mantendrán lejos de la delincuencia. La compasión humana es egoísta y tiene sus limitaciones.
Comprando bagatelas a los africanos, el turista satisface dos afanes de su inconsciente. Por un lado, el consumista que todo veraneante lleva dentro, se encandila y congratula por el Rolex, la cartera Louis Vuitton, la camiseta del Barça o las Ray-Ban que adquirió a precio de ganga y que se ven tan aparentes. Por otro, transmuta la transacción en un acto probo de caridad o filantropía que no atiende a un capricho ni cae en saco roto. En la psique del turista, el dinero que entrega por la compra se transforma en un óbolo que va a parar a las manos de un desconocido, pero cuya historia difícil puede imaginar muy bien por lo que hace años ve en las noticias y lee en los diarios.
Los lentes de sol son un utensilio muy útil para bloquear el contacto visual y poner cierta distancia con el mundo. Detrás de los vidrios oscuros el observador se vuelve invisible y puede fisgar a los otros discretamente. Cerca, escucho a una inglesa regatear el precio de un bolsito Longchamp amarillo. El ambulante le dice que son treinta y cinco euros. Ella replica que pagará veinte, precio final. De ninguna manera, se molesta teatralmente el vendedor, imposible por menos de veinticinco.
La inglesa devuelve el bolso amarillo y se entierra de nuevo en su libro mientras el africano pone en pie un cuerpo ciclópeo que bascula haciendo equilibrios para acomodar la mercancía que le cuelga por la espalda y los brazos. Antes de que terminen sus vacaciones, la inglesa llegará a un acuerdo y se llevará su bolsito a Londres o a Manchester por veintidós o veintitrés euros. Todos ganan y todos contentos.
Un vendedor de relojes ha tenido mejor suerte y cuenta los billetes que un ruso le entrega sin regatear por un Tag Hauer waterproof y aparatoso que ya se ajusta en la muñeca. Tampoco yo me sustraigo a la tentación caprichosa de las mercancías y parapetada tras los lentes de sol, hace unos días que sigo el ir y venir de unas toallas. Por fin me decido y al hacer un gesto para llamar su atención el vendedor se acerca. Despliega las toallas que lleva en los brazos y saca otras de un bolso. Una veinticinco, dos cuarenta. Elijo dos y aunque me parecen caras, al igual que el ruso no regateo. Miro las etiquetas: sin marca famosa ni reconocible, 100% algodón, Made in Egypt. Tal vez provengan de alguna importación ilegal, pero no son falsas.
Mientras el ambulante dobla y ordena su mercancía le pregunto cómo se llama. ‘Seydou’, dice. Como levanto las cejas con gesto de no entender repite despacio, ‘Seydou, Seydou, como Seydou Keita, el futbolista de Mali que jugaba en el Barcelona’. Ya, digo yo, y me parece recordar que ese mismo nombre o parecido tenía también uno de los precursores de la fotografía africana.
Venciendo la timidez continúo la conversación en mi francés precario, ¿de dónde eres? ‘De Senegal’. ¿De Dakar?, avanzo. ‘Sí, de cerca de Dakar’, responde Seydou. ¿Y cuánto tiempo llevas aquí? ‘Dos años, todavía no hablo casi español y aún no consigo los papeles. Está muy difícil’. Su tono, a la que vez que triste, trasluce algo de recriminación e impotencia. Ante esa realidad tan poco solidaria de un continente que tanto debe y tan pronto olvida, pienso qué le puedo decir a Seydou que no sea un lugar común o una estupidez. Y arrepentida de hurgar como rapiña en su intimidad, eludo la cuestión de la burocracia impiedosa y le pregunto si piensa quedarse. ‘Quiero ir a Francia, pero primero necesito tener los papeles para traer a mi mujer y a mi hija de Senegal’, contesta estirando un brazo hacia el mar apuntando en la dirección en la que está su país.
En ese gesto se resume la vida y la distancia, las respuestas a todo lo que hubiera querido preguntarle y la síntesis de la tragedia humana que lo ha traído hasta aquí. 3.000 kilómetros de viaje, cruzar en una balsa precaria el estrecho, lidiar con las mafias, buscarse la vida como ilegal y seguir en el empeño de llevar a Francia a su familia, donde la situación será igual de incierta pero donde al menos el idioma no se interpondrá como un obstáculo más del camino. Seydou se ha ensimismado en esos pensamientos y entiendo que la transacción que lo ocupa está hecha y que es mejor no hacer más preguntas.
‘Au revoir’, dice el senegalés que ha terminado de reorganizar sus toallas y sus bolsos. Bon chance, le respondo cuando se levanta y retoma su peregrinar por la arena. Debe ser su última venta en la playa, los nórdicos y los ingleses cenan temprano, ya han abandonado la lectura y las hamacas, el día de trabajo ha sido largo y queda poca gente. En breve los ambulantes buscarán un lugar recogido y discreto junto a las verjas de los jardines de los condominios para desplegar sus pequeñas alfombras y rezar el asr, la oración que debe recitarse a esa hora del día en que la sombra alcanza dos veces la altura del objeto que proyecta.
La memoria histórica es selectiva y frágil, quién se acuerda de la última migración masiva que entre 1850 y 1950 llevó a más de 55 millones de europeos a establecerse en el continente americano. Cambian la suerte y las rutas. Hoy, entre el buenismo ingenuo y la arrogancia tribal y nacionalista de los populismos, debe haber algún camino político que nadie quiere o sabe cómo recorrer para que el drama y el éxodo de unos no se conviertan en el miedo y el rechazo de otros.
No hace falta que nos expliquen el mundo a gritos sesgados por ideologías. Mientras, la postal del verano en esos rincones de costa se explica en sus propias cifras. 7 millones de turistas. 120 mil empleos de temporada. 45 mil bolsos falsos de Longchamp incautados por la policía. 7.000 millones de euros generados por el turismo en verano, otros tantos perdidos al año por el comercio tradicional debido a la industria de la falsificación. Más de 100 migrantes muertos en aguas del Estrecho. 3 mil pastillas por hora de Viagra falsa fabricadas en laboratorios clandestinos de la Costa del Sol. 20 mil inmigrantes llegados por mar entre junio y septiembre. Números y estadística que no distinguen entre lo humano y lo falso.
+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.