La laucha. Francisca Feuerhake

Mi casa andaba bien los primeros días pero de pronto un olor putrefacto como a huevo podrido y heces de humano comenzó a levantarse hasta las narices de uno, dos, tres y cuatro integrantes de mi familia. Los momentos que antes eran idílicos ahora se veían manchados por este hedor bochornoso que nos obligaba a ver lo peor de nosotros mismos.

Como soy muy negligente, no llamé a nadie y dejé que esto ocurriera aun más de lo que estaba ocurriendo. Pasaron semanas y de pronto no solo era el aire el que cargaba gases terribles sino que también el suelo estaba mojado con un agua sospechosa. La vida se había arruinado. Ahora mi marido, de un humor luminoso y liviano, lanzaba un grito de frustración dolorosa y profunda al ver que nuestro piso de madera que tanto nos había costado conseguir y que tantos días se habían demorado en cortar, pulir, pegar y secar, estaba ahogado en un líquido que por muy transparente que fuera, era signo de algo fatal, de un problema tremendo que no sería simple de solucionar y que quizás terminaría desatando un divorcio, el levantamiento de las tablas de madera, quizás la fuga de los niños, y oh! Dios me libre, la intervención de nuestros padres.

El día en que la situación era innegable era el día en que yo más ganas tenía de tomar un auto y huir de mi casa para escribir en un lugar seco e inodoro. Ignoré la situación lo más que pude y me duché tranquilamente, pensando con la mitad de mi cabeza en la posibilidad de un milagro, de alguna solución divina que acabara con este drama subterráneo y oscuro al que yo no había querido prestar atención. Me vestí cómoda para mi día de escritura y vi que la alfombra del pasillo estaba empapada. Bajé mi mochila de mis hombros y cabizbaja caminé de vuelta a mi pieza, a mi jaula seca y amenazada por el tsunami que se gestaba silencioso en el baño de visitas. No puede ser, mascullé con rencor, baño culeado, por la mierda. Necesito un gásfiter. No recuerdo a quién llamé, pero alguien tuvo la bondad de decirme que lo que yo necesitaba no era cualquier gásfiter, no no no. Necesitaba uno especial, uno que tuviera y supiera operar un artefacto que hasta ese minuto para mi permanecía en la oscuridad del conocimiento.

Necesitas una laucha. ¿Qué era? No lo sabía. No quise investigar. La situación ameritaba actuar rápido, conseguir esa laucha y a su dueño, conseguir al monstruo y que el doctor Frankenstein quisiera venir también. Llamé a la primera empresa de gasfitería de emergencias que encontré en internet, y me contestó un hombre que imaginé de buen aspecto y con cinco kilos de más, sentado en una mesa de plástico con zapatos de cuero y overol. Le dije que necesitaba el socorro de gásfiter que tuviera laucha. Me entendió de inmediato, mi satisfacción fue plena:  me hallaba en otro rubro y había podido ocupar un código con éxito. El hombre tras el teléfono, único amigo verdadero en mis desoladoras circunstancias, me contó que los gasfiteres que ocupan lauchas son más escasos, y que a eso se debía el alza de precio. Pensé que pagaría lo que fuera, un riñón, mi cuero cabelludo, mis pies me los cortaba si era necesario para no morir ahogada en mi propia caca.

El hombre llegará en una hora aproximadamente, señorita. La llamará cuando esté ahí.

Esperé con ansias, y la felicidad de tener una esperanza me hizo olvidar que tenía un problema. Volví a ponerme la mochila al hombro, agarré las llaves y salí de mi pieza. Cuando llegué al pasillo volví a ver el charco inmóvil, mi carcelero, maldita ciénaga, lodazal inmundo. Volví a encerrarme. Llegó el gásfiter.

Se llamaba Pedro y tenía las mejillas absoluta y completamente rojas, como teñidas con alguna tinta. No era sutil, y no me interesa exagerar en esto. Sí me interesa que quede claro con la más alta precisión que las mejillas de ese hombre eran inquietantemente rojas, verdaderamente encendidas, tenía la nariz bulbosa y me pregunté si no sería quizás por un alcoholismo galopante.

Era muy inteligente. Me miraba con seriedad y atención única. Me hacía preguntas que yo no podía contestar. ¿Dónde está la cámara? Por ejemplo, era una de esas interrogantes que hacían que reprobara la prueba sorpresa que traía Pedro bajo la manga. Poco tardó en darse cuenta de que hablaba con una inepta, y yo rápidamente me defendí y alegué que no tenía por qué conocer de estas cosas.

Yo sabía que él me podía ayudar, y le dije que por favor hiciera su trabajo y que yo no sabía qué estaba pasando. Por favor, venga conmigo, le dije retomando algo de dignidad. Este baño está amenazando con matar a toda mi familia.

Pedro observó por unos segundos el baño y no pronunció palabra. Llamó a su ayudante regordete y despistado y le dio un par de órdenes. De nuevo me encontraba en un país con un lenguaje desconocido, y quise volver a conectarme, así que con una seriedad francamente ridícula le pregunté si había traído a su laucha. Efectivamente, la había traído, y la vi.

La laucha era grande, enorme. Venía en el pick up de la camioneta de Pedro, una Chevrolet color verde esmeralda que tenía unos membrillos podridos sobre la guantera y una serie de carpetas con papeles de empresa en el asiento del copiloto, que era sin duda el del gordito simpático y buena persona. Al gordito se le veía la raya del poto, pero a mi esas cosas no me dan risa.

Volví a centrar mi vista en la laucha. Era un armatoste macizo de metal, de un metro por un metro y medio, mas o menos. Tenía una forma redondeada que lo asemeja a un roedor, y por si fuera poco, tenía una cola larguísima conformada por cables y resortes que se enrollaba en un carrete bastante grande. Juan sacó el cuerpo de la laucha y lo puso en el baño, y después, con vigor,  agarró un extremo de la cola, y me sorprendí. Ahí estaba la verdadera laucha. El armatoste no era más que la máquina por donde esa cola pasa, atraviesa, y adquiere una cierta vibración que la hace hurgar por los lugares más recónditos de las cañerías que acarrean mis excrementos, y claro, los del resto de mi familia. La laucha verdadera era una especie de pantufla o zapatilla amarrada al extremo de la cuerda de resortes . Pedro sacó el escusado de su lugar. Por ahí habría que entrar.  Quedó al descubierto un hoyo profundo por el que no tenía ganas de mirar, a pesar de que el gordito quiso entusiasmarme. Rechacé su amable invitación y me quedé afuera del baño. De pronto Pedro metió la laucha en el agujero y prendió la máquina. Esta empezó a hacer su trabajo, y ambos hombres sostenían la cuerda con fuerza para que la laucha fuera por los caminos indicados y no tomara otras direcciones. ¿Acaso la laucha tenía vida? La cuerda se movía de forma espasmódica y cada vez se adentraba más en las profundidades de la caca. Quién sabe por donde va, imaginaba a Pedro reflexionando.  Quién sabe qué final tendrá esto. Apreté mis nudillos porque ya no se me ocurre rezar, y de pronto algo similar a una cola de animal gigante vibró a mis pies. Era el extremo contrario de la laucha que avanzaba vertiginoso a investigar. Pensé en Freud inmediatamente y pude experimentar lo siniestro. Aquello que tiene vida pero no se supone que la tenga. Aquello que a pesar de su figura inerte, muestra una voluntad propia. Esta laucha era sin duda un ser despreciable, por esa misma dualidad que veía Freud en las muñecas de cera y en otro sinfín de objetos, la de la vida y la muerte como una especie de engaño. Pero había algo más que me asqueaba de esta laucha, y era el aparente placer con el que se inmiscuía en los tubos que llevaban mis propios desechos. La rata inmunda parecía cumplir una función  desagradable, irreproducible, pero al mismo tiempo noble. Pedro la manipulaba, la incitaba a que cometiera esta obscenidad tan cochina y ella se dejaba, pero no del todo ya que también se torcía con cierta porfía hipócrita. Había algo de abuso, de violación consentida que no terminaba de repugnarme y alarmarme.

El sonido del celular me sacó de las oquedades de mi mente sucia y hablé con mi marido. Le conté que tendríamos que trabajar más para pagar estas operaciones insólitas, y escuché que Pedro me llamaba desde el baño.

-Estamos listos, señorita. – dijo con indiferencia

-¿Qué encontró la laucha, señor? – maullé

-Nada especial. Papeles. Un tapón de papeles. – Pedro no entendía mi interés por saber qué había encontrado la laucha en su viaje.

-¿Entonces, está listo? ¿Está todo funcionando bien?

-Si, pero eso sí, le va a salir más caro. Porque no fue cualquier pega esta. Tuvo suerte. La laucha se podría haber ido por cualquier lado. Menos mal quiso irse por donde estaba el tapón. A la hora que se nos va pal otro lado, hasta ahí no más llega usted.

No lo podía creer. Todo se lo debía a la laucha infeliz y su voluntad viciosa. Mi casa, meses de construcción y de ahorro podían despedirse gracias a una insignificante y poderosa laucha.

-Ah, y oiga, este desagüe está mal hecho aquí. – Pedro interrumpió mi ensueño con agresividad.

-¿Cómo?

-Aquí pues, ¿No ve? Por este hoyito se le puede subir el agua, ve lo que pasa? Mire. Acérquese. Vea.  

-Efectivamente, veo agua.

-También se le podría meter una laucha por ahí

-¿Usted podría meter la laucha por ahí también?

-No señorita, un ratón podría subírsele por el desagüe si no lo arregla.

-AY! – Grité.

-Yo lo puedo arreglar, pero otro día, y no le cobraría poco.

-No importa. Venga cuanto antes.

Pusieron al animal en su jaula. Enrollaron su cola mojada y sacaron su cabeza de la caverna infesta en la que había estado navegando. Su cuerpo estaba pesado y entre los dos lo cargaron con sus brazos. Lo pusieron con delicadeza sobre el pick up de la camioneta, su hogar. Con cuidado cerraron las puertas y partieron.

Podría haberme despedido, pero decidí no hacerlo. Después de todo, era sólo una máquina.

+ Francisca Feuerhake es licenciada en letras de la Universidad Católica. Inventó los videos de la vieja cuica y está por publicar su primera novela con Hueders.
+ Imagen: Gary Taxali