La normalidad. Juan Rodríguez M.

El sol brillaba más pero calentaba menos. Al llegar a la esquina se encontró con que la entrada al metro estaba cerrada: cintas blancas y rojas que decían peligro impedían llegar a las escaleras; abajo, al final de estas, la reja tenía una cadena, y la cadena un candado. Al otro lado de la avenida, en la otra entrada, vio, había dos trabajadores del metro y seis carabineros. Cruzó corriendo porque la luz verde del semáforo parpadeaba, sólo pudo llegar al bandejón central; los autos pasaban. A su lado dos mujeres estaban conversando, oyó decir a una, con voz entre ansiosa y decepcionada, parece que está cerrado… ojalá que este abierto. Se refería al metro, a la otra entrada, que sí estaba abierta.

¿Por qué la ansiedad de la mujer?, se preguntó él, ¿por qué ojalá que esté abierta la estación? Porque hay que ir a trabajar, imaginó, porque ella tiene que llegar a su trabajo. Y entonces, mientras bajaba las escaleras del metro, después de pasar al lado de los carabineros, recordó esa promesa de un mundo sin trabajo que es el comunismo, ese mundo sin sujeción al sueldo que otro te paga; y luego, ya en la estación, cuando llegaba a los torniquetes, frente a otros dos carabineros, recordó ese mensaje con el que el fascismo recibía a sus víctimas en los campos de concentración y exterminio: el trabajo hace libre.

El metro llevaba menos gente que un día normal, incluso a esa hora de la mañana, después de la hora punta; sólo un tercio de los pasajeros de siempre, calculó él. Por supuesto era un cálculo indemostrable, aunque lo cierto es que en el tren había asientos para elegir. Se sentó en uno de los que están al lado de las puertas. Sacó un libro, leyó, pero se distrajo cuando en la siguiente estación subieron dos hombres y oyó decir a uno: ellos no quieren explicaciones. Ya en la estación terminal, poco antes de que el tren se detuviera, vio que un hombre canoso, tal vez de setenta años, leía ese libro que se llama Homo Deus, el hombre dios.

Diez minutos después, tal vez quince, en un taxi que lo lleva al trabajo suena la radio. Debe ser un pastor evangélico, piensa, porque el hombre que habla dice que el señor quiere convertir tu prueba en un testimonio. (¿A qué prueba se refiere?). Estamos en un ambiente controlado por Dios, afirma el pastor, con su voz a la vez aguda y firme, clara y distinta: Dios tiene el control de tu vida, Dios es soberano, tú situación no se le escapó a Dios, Dios nunca te dará una carga superior a la que puedas soportar, ¿cuántos lo creen, hermanos?, las pruebas ponen a prueba la realidad de nuestra fe, dice la voz. (¿A qué carga se refiere? ¿A qué prueba?).

El taxi ya está en su trabajo, paga, y mientras espera el vuelto, anota en su libreta lo último que oye: la prueba es el dolor.

+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio.