La causa mapuche. Marcela Fuentealba

Hace un año, el 14 de noviembre, fuerzas especiales de carabineros mataron en Ercilla al mapuche Camilo Catrillanca. Lo había anunciado Piñera con el plan Jungla –militares entrenados en Colombia contra la guerrilla armada para terminar con “la violencia” en la Araucanía–, que hostigó sin cuartel (y sigue hasta hoy) al Wallmapu. El responsable último de esa muerte, de las mentiras que la ocultaron, comandó esta guerra que comenzó el viernes 18 de octubre de 2019 en Santiago y siguió en todo el país. En varios lugares de Arauco, Cunco o Tirúa viven todos los días así desde hace años de años, no más que se volvió peor, mucho peor, con Piñera. Allá los militares custodian las propiedades privadas, en especial de los Matte –una de las familia dueñas de Chile–, mientras reprimen a los “comuneros” –los legítimos dueños, gente pobre– a su gusto. El progreso contra los mapuche.

Podríamos decir, si la justicia nos acompañara, que con esta revolución el crimen de Camilo Catrillanca queda algo menos impune: un año después, el pueblo fue por la cabeza de los asesinos. Todos juntos, todos esta vez, se levantaron y vencieron. Otra vez en la historia de Chile, al menos unos días, el pueblo venció. Cantamos, como siempre cantamos y cantaremos.

El viernes 18 de octubre el presidente dijo en la mañana que iba a aplicar ley de seguridad del Estado a los que evadían el Metro, recurso siempre usado contra los mapuche. Esta vez eran los estudiantes, que actuaron y llamaron a evadir el alza del pasaje sin pagarlo y terminaron sentados en los andenes, con las piernas colgando sobre las vías, ya se habían unido miles. Se ordenó a las fuerzas a ir a sacarlos con bombas lacrimógenas y lumas. Colapsaron tres de las seis líneas de Santiago.

Delincuentes (“un enemigo poderoso” después del informe militar, el domingo 20), quemaron al mismo tiempo, ese viernes más tarde, 7 u 11 o 14 estaciones de Metro.
Delincuentes quemaron una torre de 12 pisos en pleno centro de Santiago, o su escalera de emergencia.
Ante el caos, el presidente declaró la ciudad bajo Estado de Emergencia: los militares ponen orden, no hay derecho a reunión. Empezaron los apaleos y los caceroleos. La talla obligada era la vuelta a los 80. Pavor. Rompió el gran pacto: nunca más.

En todas las ciudades del país la turba –delincuentes, inmigrantes, pobres, anarcos, narcos, aweonaos, hackers, cubanos, venezolanos, curiosos, jóvenes, muertos, inocentes, “algunos”– comenzó con los saqueos y los incendios. Las tanquetas llegaron a Plaza Italia el sábado tipo 2 pm. Las barricadas siguieron, decretaron toque de queda. Persecución y enfrentamiento. Veinte muertos oficiales, etc. 150, 300 personas perdieron un ojo: no cambian, los que gobiernan, su manera de actuar. (Luego hubo cuatro informes de derechos humanos. No cambiaron, se volvieron peores. Nadie pide disculpas ni va a ver a la víctima, como al menos hacía Bachelet con Nabila Riffo).

El domingo 20 a última hora el presidente se presentó rodeado de militares –comando Jungla 2– en postura analítica y habló de la guerra con un enemigo poderoso “que no parará hasta destruirlo todo”. Su hombre de seguridad certificó un plan para desabastecer a Santiago (dos días después el jefe de la Vega Central se volvió vocero en TV y los almacenes de barrio la llevaron); su esposa, según se filtró, no supo explicar si eran alienígenas que los sobrepasan (quemarán hospitales, dejarán la ciudad sin agua, vamos a tener que compartir nuestros privilegios); su vocera celebró la solidaridad de “la familia chilena” en las brigadas de autoprotección contra los vándalos. Días después, dicen que el juicio político es una pérdida de tiempo: es tan simple, expliquen lo que pasó.

Durante dos días la plaza y todas las plazas del país fueron un campo de batalla. Metralletas y lacrimógenas en Los Leones con Carlos Antúnez, en Renca y Puente Alto, en Linares o Arica. Recién el martes 22 el pueblo logró al fin ocupar Plaza Italia ampliamente, al menos un rato más largo. Las tanquetas se volvieron camiones: al principio hablaron de 500 efectivos, luego dijeron 10 mil militares. El miércoles 23, desde temprano marcharon miles de miles de personas, lo mismo el jueves, todo el día sin parar. El viernes 25 de octubre el pueblo sumó más de un millón y medio de personas. El festival de los carteles. El individualismo feroz se hace colectivo.

Del enemigo poderoso no se supo más. El actuar policial-militar hace obvio pensar que era el pueblo, que se enfrentaron contra un poder desbordado que no comprenden. Lo que sucedía, además, lo que hacía el gobierno y sus soldados, era ilegítimo total, según detalló un constitucionalista de la primera solución colectiva: nueva Constitución ya. ¿Bombas y palos? ¿Castigo para ellos, cuando el presidente y sus ministros, su clase social, han saqueado durante décadas y siguen saqueando al país? Demasiado claro: tu evades 300 y él 3 mil millones. El nuevo gran crimen: saquear el supermercado.

No lo van a lograr. Eso que hicieron entre 1973 y 1988: no va a suceder. Porque hemos salido de las casas y hemos hablado con los otros, tenemos teléfonos y sacamos fotos y decimos lo que pensamos o sabemos. Porque ya no podemos vivir en estas ruinas impuestas, en esa fealdad e injusticia territorial dirigida por empresas enormes e indiscriminadas para el beneficio imbécil de sus dueños. ¿El pueblo quema el Metro? El Metro, que es, debe ser, de todos, marca el funcionamiento productivo de la ciudad pero más su libertad de desplazamiento.

Nadie quiere ser como Chile, dijo simple José Mujica.
You are not alone, ha pasado tantas veces lo mismo, está pasando y pasará en otras partes del mundo, saludó Zizek.
Tenemos que estar atentos, es nuestra oportunidad.

Las plazas de las ciudades de Chile están llenas de gente con milicos y toque de queda. El lunes en la tarde el pueblo, repitamos la palabra, marchó en La Unión con banderas mapuche y trutrucas. Desde el domingo se consolidó un foco inagotable de caceroleo y celebración en la Plaza Ñuñoa, con menos represión. Queremos oír a Víctor Jara y a Violeta Parra, Quilapayún e Inti Illimani, Sol y Lluvia y Los Prisioneros. Y no tenemos miedo (aunque sí lo tenga), por eso su estrategia de matarnos no sirve. Botan la estatuas, queman iglesias, muy pocas, para horror de los conservadores.

Esto es quizá lo más extraordinario que viviré políticamente, vuelve la ilusión que tuve a los 15 años, el 88, por un Chile sin miedo y más justo. Es al fin el fracaso total de la historia durante los 46 años que he vivido. “Abrirán las grandes Alamedas por donde pase el hombre libre”.

Vuelve, como siempre, la posibilidad de lo que los militares quisieron matar, la vía chilena liquidada y rematada con el avanzar “en la medida de lo posible”, con la concentración delirante de una riqueza mezquina y falsa. No más: el hombre más rico de Chile es el exyerno del dictador, que hace años tiene comprados a todos los partidos políticos. Todo lo suyo es, debe ser, del pueblo, ahora.

Por si acaso: la política es una cosa, los partidos y los políticos otra.

Pues no. A quién le interesan tus privilegios, tus barrios electrificados llenos de autos enormes y tiendas carísimas. Quemen Dicom y el Cae. Quemen su maldita usura. Hay más cosas posibles en vez de esta horripilancia a la que nos obligaron, con pobres saqueando colchones y papas fritas, y ricos llamando a pasar bala o a repudiar a los vándalos.

La dignidad humana, la comunidad, vence sobre la imposición de los poderosos y del maldito mercado, el suyo. Es la causa de los mapuche.

Leo a la filósofa Isabelle Stengers, que se pregunta por la posibilidad de pensar ante la catástrofe humana y natural que nos toca, y ante la furia de ese pensar. Cuando no sirve el progreso ni el emprendimiento ni por supuesto el managment (manejo: todos los estúpidos protocolos y sobrerreglas que instala la desconfianza en nuestra capacidad humana de ser con otros), cuando eso no sirve tenemos la posibilidad de pensar en las posibilidades. En la interdependencia en la precariedad:

«Cuando la interdependencia se vuelve una realidad y no un simple eslogan, y uno aprende a tener confianza en sí mismo y en los otros, sentimos alegría. Y es esta alegría, lúcida y exigente, la que habría que dar a otros y trasmitirla a nuestros hijos y a sus hijos. Esto quiere decir también transmitir y compartir el relato de los aprendizajes que habremos podido hacer y que nos habrán causado esa alegría. Experiencias, fracasos y lecciones que habremos sacado. Decir a nuestros hijos, “aquí tienes, al menos, lo que aprendimos, aquí está lo que puedo legarte, no estamos desesperados y tal vez también hay una esperanza para ti”. Eso, creo, es lo que pueden necesitar las generaciones futuras y que puede ayudarlas a vivir la precariedad no como una maldición, sino como algo que, si logra ser cultivado con otros, podrá permitirles vivir vidas dignas de ser vividas».

Me dicen que quedó la cagada en Plaza Ñuñoa, en la Alameda. Abro una vez más la radio, es el horror. Todos repudian la violencia como si fuera algo extraño y no algo encerrado, emperrado, constante. Y sigo pensando, después de 46 años, venceremos, porque ya vencimos una vez, porque la vida siempre recomienza, porque nuestras vidas son dignas de ser vividas.

Crimen y abuso se pagan, si no todo seguirá descomponiéndose. A componer entonces nuestra nueva ley. Sin más comandos.

 

+Editora de Saposcat. Gracias a Diego Milos y a Juan Rodríguez M.
+Foto: Funeral de Camilo Catrillanca, Canal 13