La biblioteca sincera. Eduardo Halfon

*Adelanto de Biblioteca bizarra de Eduardo Halfon
-Edición española de Jeckyll y Jill
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+Este es uno de los capítulos del ensayo Biblioteca bizarra.

La biblioteca personal del escritor siciliano Leonardo Sciascia se encuentra en una antigua central eléctrica de su pueblo natal de Racalmuto, un espacio restaurado y hermosamente convertido en la fundación que hoy lleva su nombre. Pero lo más interesante de su biblio­teca personal no es la edición completa de los Journal des Gouncourt que tanto celó Jacques Bonnet; tampoco son los miles de libros que Sciascia fue adquiriendo a lo largo de su vida; tampoco es la muestra de sus propios libros, sus primeras ediciones y tantas traducciones; lo más interesante de la biblioteca personal de Sciascia es, para mí, su vasta colección de retratos de escritores.

Sciascia coleccionó, a lo largo de su vida, retratos de escritores. Doscientos diez retratos de escritores, para ser exactos. Allí, en su biblioteca personal, hay tintas, bocetos, dibujos, plaquettes y especialmente grabados: arte que él amaba sobre todos los otros por su capacidad de captar la luz en el metal, por su juego de blancos y negros. Hay una tinta china del perfil de Voltaire, uno de sus escritores predilectos, hecha por Renato Guttuso y con la dedicatoria «A Leonardo, a Voltaire (e alla Dea Ragione)». Hay un aguafuerte de Colette, por Segonzac. Hay un aguafuerte de Gide, también por Segonzac. Hay un dibujo a lápiz de Alberto Moravia hecho por Enrico Job, firmado por Job en la esquina inferior derecha y dedicado a Sciascia por Moravia en la esquina superior izquierda, acaso usando ambos el mismo lápiz. Hay una xilografía de Paul Verlaine con semblanza de hombre lobo. Hay un dibujo a lápiz trazado por Piero Guccione del rostro en perfil de Sciascia metido en una cuadrícula, acaso prisionero de esa cuadrícula; cabizbajo, parece estar viendo una extraña y larga mancha avanzando como una oruga sobre el borde inferior. Hay un aguafuerte de Pirandello hecho por Bruno Caruso: un Pirandello serio, de frente, en traje y corbatín, sentado solo ante una mesa con una copa y un sifón de soda y una misteriosa mujer caminando en el fondo, del otro lado de una puerta abierta; sobre la puerta dice «Ricordo di Luigi Pirandello al Caffè Aragno», el famoso café de artistas e intelectuales sobre la via del Corso de Roma. Hay una xilografía del poeta belga Émile Verhaeren, su bigote enorme, sus manos enormes, obra de Etienne Stefano Perincioli. Hay un grabado a punta seca de Rimbaud, niño triste y tierno, obra de Arnoldo Ciarrocchi. Hay un rostro de Stendhal trazado dentro de un medallón, al lado del cual Joseph Maria Subirachs dibujó a una mujer desnuda y esbelta y cuyo sexo es un pasadizo largo, eterno, peligroso, con arcos que se van difuminando y perdiendo en la distancia.

Sciascia intentó explicar así su extraña obsesión por los retratos de escritores: «El escritor es, entre los hombres, el más desconocido para sí mismo. Este es el motivo que me llevó a coleccionar retratos de escritores, a buscarlos frenéticamente en los tenderetes y anticuarios de toda Europa. A traérmelos a casa y luego escrutar cada señal, cada línea, buscando elementos reveladores. Miradas, melancolías, arrugas, posturas, objetos visibles en el fondo que pudieran decir algo más de las palabras profusas en sus obras. A escrutarlos para rastrear jirones de rostros sobre las máscaras o astillas de máscaras sobre los rostros. Verdaderos y falsos».

Se me ocurre que, en un mundo maniático, en un mundo fetichista, quizás es más sincero tener una biblioteca de retratos de escritores que una biblioteca de sus libros.