Experiencia burka. Silvia Veloso

Unos días atrás, The Flaming Lips se presentó en un programa de televisión con los músicos y el público encerrados en burbujas de plástico. La imagen era pop y sugestiva, pero a la vez transmitía una sensación inquietante y triste porque también recordaba a los niños inmunodeficientes que viven aislados del exterior en cápsulas esterilizadas. Algo parecido a lo que hoy nos sucede encerrados en casa. Como anécdota curiosa para el momento anómalo, el concierto de las burbujas y las mascarillas está bien y sorprende. Pero confiemos en que pronto la proximidad y el contacto dejarán de ser un riesgo. Asumir que todo lo que está más allá del contorno de la piel se ha convertido en un exterior amenazante, no es algo con lo que se pueda convivir por mucho tiempo sin perder la sanidad mental. Cuando pensábamos que éramos casi inmortales, llegó la pandemia. Cuando creíamos tener todo bajo control, al virus le bastó un revés en la mejilla más expuesta de nuestra vanidad para hacer saltar todas las estructuras. La ciencia aún no determina qué categoría de ente es un virus. Olvidamos con frecuencia que el azar y el peligro encuentran siempre el momento de aliarse para bajarnos los humos y una vez más, como casi cada cien años, un agente parásito autoreplicante que transita entre el mundo de los muertos y los vivos nos tiene contra las cuerdas.

El año había comenzado rápido. Después el planeta se fue quedando quieto. Por partes, sometiéndose a la ola de expansión este-oeste que sigue el vuelo del contagio. Una desaceleración insólita y perturbadora, tan extraña como pararse frente al mar y de repente ver que su movimiento continuo se detiene. Algunos ya respiran y vuelven a las calles. En este lado de la geografía, nos dicen que aún tenemos semanas por delante. Menos Estados Unidos, en el primer mundo parece que ya han pasado lo peor. Y aunque el riesgo y el miedo a una segunda ola de contagio sigue latente, de regreso el fútbol y las cañas, es posible que se olviden de nosotros.

La otra cara de los conciertos con burbujas como imagen lúdica y amable de esa nueva normalidad a la que nos dicen debemos acostumbrarnos, son los comedores sociales y las ollas comunes. El colapso sanitario y los viejos abandonados en los asilos. La falta de trabajo y los emigrantes acampando a la intemperie frente a sus embajadas solicitando ayuda para regresar a casa. Gente que nadie quiere ni en origen ni en destino, gente por todas partes expuesta una vez más a la incertidumbre de si habrá algo para llevar a la mesa, asumiendo el riesgo de salir para intentar, ya faltando todo, que al menos un plato de comida no falte, sea en lo que sea que se pueda trabajar. Si pensábamos que el virus nos igualaba atacando sin atender a etnia o condición, de nuevo nos equivocamos. Los más vulnerables son también y como siempre los más expuestos. Cuando se cuenta con fondos soberanos capaces de garantizar la supervivencia de casi dos generaciones, es fácil levantar el dedo acusador y criticar la ignorancia, la falta de responsabilidad y el desorden. Pero en este lado de la geografía, como en casi toda la frágil geografía económica del planeta que arrasamos, la cuarentena es un lujo que pocos se pueden permitir. Y en ese callejón sin salida, la única opción se limita a decidir entre la salud o el hambre.

También es cierto que muchos aún no le han tomado el peso al contagio o disponen de la cuarentena como de unas vacaciones moviéndose como quieren sin respetar el aislamiento. En ese formato ambiguo de paralización, los períodos de confinamiento se extienden y los efectos negativos se profundizan. De cualquier forma, en este contexto excepcional y complejo en el que el virus además de provocar una crisis sanitaria y económica devastadora, se transforma también en agente y herramienta de diversos intereses geopolíticos, las lecturas reduccionistas o subjetivas de la narrativa del momento no llevan a ninguna parte. Anteponer la emoción y el psiquismo es enredarse en los conflictos encapsulados de las redes en las que nos quieren enredar. Una noticia falsa se viraliza más y más rápido que una verdadera y en esa viralización masiva, la publicidad consigue por el mismo precio más alcance. Y si no es el rédito publicitario el que está por medio, es la influencia o la manipulación de nuestro comportamiento porque dentro y fuera de la red, nuestro comportamiento también se mide como mercancía. El objetivo es enfrentar la racionalidad al fanatismo. Un fanático siempre será más útil que un escéptico y para favorecer determinados intereses, lo mismo da embaucarnos en la religión de la tierra plana, en la de la guerra a las vacunas, las teorías supremacistas o convencernos que el virus se propaga vía ondas 5G.

En esta realidad multidimensional que a todos nos afecta, nada es simple ni fácil. Ni para los sanitarios que en todo el mundo se dejan la piel para salvar vidas, ni para las instituciones desbordadas y sin preparación, ni por supuesto para los ciudadanos, expuestos de un día para otro a situaciones límite y cada uno con sus particulares y diversas circunstancias. Es fácil sentarse frente al computador a llenar páginas de exabruptos y opiniones peregrinas o inundar las redes de teorías médicas inverosímiles, conspiraciones fantasistas o ataques envenenados que sólo contribuyen a fomentar la cultura del odio y a generalizar la desinformación, otra pandemia que nos viene azotando antes que el virus. Sorprende en estos tiempos la cantidad de médicos, virólogos, estadistas, politólogos y genios de la logística y la planificación que aparecen por todos lados con fórmulas exóticas o soluciones estrafalarias. Para intentar autoexplicarnos lo que sucede y nos sobrepasa, nadie sabe nada pero todos tenemos algo que decir. Por mi parte también tendré que hacerme cargo de cualquier estupidez que pueda quedar registrada en estas páginas.

Nadie estaba preparado. Nadie esperaba esto, nadie salvo los científicos que hace años alertan sobre posibles pandemias fuera de control, sobre la crisis climática y la inestabilidad asociada al impacto de esos factores y a la inequidad social y económica. Conflictos que del Líbano a Chile, de Estados Unidos a Europa o Irán, ya son un hecho. Pero no está en la genética de los políticos prestar atención a las alarmas de la ciencia. Los científicos no se expresan con oráculos ni hacen futurología, trabajan con análisis y modelos predictivos matemáticos y estadísticos que hoy se aplican no sólo a las ciencias duras sino también a sistemas complejos y variables como la historia. A la manera de la psicohistoria imaginada por Asimov en la saga La Fundación, la cliodinámica busca identificar patrones, ciclos y dinámicas históricas que permitan visualizar y contextualizar con anticipación escenarios socio culturales futuros. De origen ruso como Asimov, Peter Turchin, biólogo especializado en evolución cultural y profesor de la Universidad de Connecticut, es uno de los principales académicos de esta disciplina no exenta de detractores. En una nota publicada en 2010 en la revista Nature, Turchin manifestó que en Estados Unidos el año 2020 estaría marcado por enfrentamientos violentos y gran inestabilidad social. No se equivocó.

Con la pandemia, quizá nos confiamos todos pensando que esto seria una más de las gripes de los pollos o de algún otro animal que de vez en cuando causan en China algunos cientos de víctimas porque los chinos no aprenden y continúan comiendo cosas raras. Tal vez seguimos pensando que están muy lejos y no prestamos atención a las alarmas que llegaban desde Wuhan. Puede ser que Pekín no dijera toda la verdad a tiempo.

Esta vez el virus de las comidas raras saltó todas las fronteras y comenzamos a enmudecer ante las cifras de muertos, el colapso y la evidencia de nuestra vulnerabilidad. Nuestras casas se han convertido en madrigueras, el único lugar seguro siempre y cuando tengas espacio suficiente. La distopia llegó pero el guion del encierro planetario es mucho menos sugerente y épico que las series apocalípticas de Netflix. Y entre las muchas anécdotas extraordinarias, suceden joyas del absurdo que sería bueno recopilar. Desde la OMS recomiendan durante la pandemia practicar el onanismo. En las favelas de Rio de Janeiro, es el narco el que impone orden, reparte comida y fusil en mano vela, por la cuenta que les trae, por el cumplimiento de la cuarentena. En Estados Unidos, hay quienes salen a protestar contra el aislamiento y en defensa de su derecho constitucional a contagiarse y a ser mortal. También están los presidentes sin filtro que recomiendan dosis de desinfectante o incitan al beso y al abrazo como terapia nacional de confraternidad que derrotará al virus. Como el poder, la estupidez se acomoda sin problemas a cualquier ideología y al igual que cualquier otro acontecimiento, la gestión del virus se transforma en un boomerang político y de propaganda adaptado al discurso de intereses partidistas. En internet se pueden seguir los periódicos occidentales, las versiones en inglés de algunos medios indios, japoneses, chinos, turcos o coreanos, también lo que muestran las agencias Tass o Irna en Rusia e Irán. Independientemente del régimen y midiendo el riesgo o los réditos oportunistas, en todas partes oficialismo y oposición se enfrentan en el tratamiento de la plaga. Que la urgencia acapare todo el protagonismo no significa que no continúen, y tal vez com mayor libertad de acción, las acciones tácticas sobre conflictos de largo recorrido y dramáticas consecuencias humanitarias, y casos como la tragedia de Yemen o la continua expansión de Israel para disgregar el territorio palestino quedan olvidadas para el resto del mundo tras la cortina de humo mediático que levanta la crisis de la gestión pandémica.

A dónde vamos. Quién nos lo puede decir. Quizá Turchin y sus modelos proyectivos tengan alguna pista. Entre sus teorías, es interesante la que argumenta que los períodos de gran inestabilidad social no se producen de abajo arriba si no debido a conflictos y disputas de intereses entre las elites. Ese debate entre facciones de grupos de poder tendrá también su reflejo en la recesión económica que resultará del parón generado por el Covid. Ya han comenzado a sentirse sus efectos pero lo peor está por venir. En ese futuro incierto, es probable que los más ricos sean más ricos, los pobres más pobres y los de en medio queden varios escalones más abajo. Que dependamos de cómo China y Estados Unidos resuelvan su guerra particular, si repartiéndose el mapa en zonas de influencia iniciando una nueva guerra fría (comercial), cooperando o decidiéndose por el enfrentamiento. Que Europa salga de esta crisis en UTI como el continente fragmentado y dividido que siempre fue. Con su economía en retroceso y perdiendo la posición de bisagra entre las dos grandes potencias, su futuro puede ir reduciéndose a la condición de parque temático para los turistas chinos. Y que el resto navegue como pueda siguiendo el rumbo que marque el timonel.

Pensadores y analistas coinciden en que esta crisis dará paso a una aceleración histórica que anticipará en el tiempo el cronograma previsto para varios procesos. China aprovechó para avanzar los ensayos de su moneda virtual, el e-RMB, primera divisa digital soberana adoptada por una gran economía. El objetivo es suprimir el dinero físico y mucho más importante, quebrar el sistema monetario actual y abrir un mercado de pagos internacional alternativo al dólar. Su plan de ayudas es una especie de revival del plan Marshall y debe tener los mismos objetivos que tuvo para los americanos una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. John Gray, catedrático de Pensamiento Europeo de la London School of Economics, dice que nos encontramos en un momento de inflexión de la historia que cierra el ciclo de hiperglobalización y anticipa el incremento de la vigilancia estatal y mayor protagonismo de lo virtual en las relaciones. El diario Le Monde ya le ha colgado el sanbenito de “generación covid” a los más jóvenes, a quienes augura un futuro hipotecado marcado por la incertidumbre, la frustración y la rabia. En el tablero de los movimientos estratégicos, algunos posicionamientos resultan inquietantes. Por un lado, recordar a Xi en Davos 2017 comprometiendo a la China comunista como paladín del capitalismo cuando asumía la defensa a ultranza del libre comercio. Que la llegada de una posible nueva hegemonía signifique depender de un sistema con todos sus inconvenientes y sumarle además la falta de instituciones independientes, de agentes de mediación como los sindicatos y el desprecio sistemático por los derechos humanos, no resulta muy halagüeño. Por otro lado, la incógnita de hasta dónde estaremos dispuestos a ser vigilados resignando libertad a cambio de un ambiente seguro y cómo soportarán las democracias de Occidente la presión del populismo autoritario si no consiguen gestionar sus crisis internas y el creciente malestar social. Hay personas optimistas pero no parece que la utopía vaya a seguir al momento distópico.

El encierro es una experiencia radical. Algo que unos meses atrás nunca hubiéramos imaginado. Las rutinas perdieron sentido de repente y aunque tenemos la memoria frágil, es posible que tarden en volver. Aún es pronto para poder dimensionar el aislamiento en toda su extensión, cómo lo vivimos. Y sus consecuencias. Intentando salvar lo que el trabajo es imposible de salvar, pienso que he perdido un tiempo valioso para aprender lo que seguro se debe de aprender en un momento de suspensión del juicio, de silencio y excepción. Algo habrá cambiado en nosotros después de esta experiencia burka. Entender que transitamos siempre por la cornisa, la forma de ver el mundo y lo doméstico, algunas o muchas de nuestras convicciones. La distancia que, para quien vive fuera de su país, de repente se siente más larga, mucho más larga. El aprendizaje de hacer de la casa una trinchera, reaprender el tiempo, la ocupación del espacio, la convivencia del afecto y las medidas que ahora delimitan lo interior y lo exterior. Repensar los viejos pensamientos al descubrirse en el espejo embozado tras las mascarillas y los protectores, ahora todos somos encapuchados. Mujeres musulmanas. Ojos sin rostro.

Los músicos bailando dentro de burbujas de plástico conviven con el sonido de las ambulancias. Al mediodía, me he acostumbrado a mirar por la ventana para ver al halcón que sobre esa hora suele posarse en la rama de un abeto alto o en la parabólica de una antena de televisión. Tiuque le dicen aquí. Cuando leo, me cuesta seguir el hilo de la lectura. Noto que este tiempo lo que más he visto son documentales de naturaleza, de grandes espacios abiertos. Imágenes que registran la simpleza y honestidad de la lucha de los animales por la supervivencia en la que la muerte siempre forma parte del ciclo. Los cazadores suelen ir por la presa más vulnerable pero ni ellos ni ningún otro animal toma nunca de la naturaleza más de lo que necesita. Mirando esos documentales me acordé de Walden. “Necesitamos el tónico de los salvaje (…) Al mismo tiempo que nos empeñamos en explorar y aprender todas las cosas, exigimos que todas las cosas sean misteriosas e inexplorables, que esa tierra y el mar sean indefinidamente salvajes, indescifrados e insondables por nosotros porque son insondables. Nunca podemos tener suficiente de la naturaleza”. En Santiago de Chile, hoy el cielo está claro y azul como nunca y la cordillera nevada se levanta ante nosotros en gloria y majestad. Frente a la incertidumbre, esa presencia indescifrable y eterna debería ser un motivo para el optimismo.

+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik, Instituto Interdisciplinar de Leitura –Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.

+Imagen: gentileza de Morgana Rodríguez