Versiones de Ignacio Morales
Para Mary
EL COMETA HALLEY
Cuando en tu vejez
el gran cometa venga nuevamente
recuérdame, una niña,
despierta una noche de verano,
levantada en mi cuna
mirando esa estrella de pelo largo
tantos años atrás.
Sal en la oscuridad y observa
su penacho sobre el agua
escurriendo sobre la noche líquida,
y piensa que esta vida y esta gloria
parpadeó en el vertiginoso
torrente sanguíneo por mí alguna vez, y por
todos los que se fueron antes de mí,
recipientes del río de un billón de años
que ahora fluye en tus venas.
LA GRAN NEBULOSA DE ANDRÓMEDA
Llegamos al campamento después
de anochecer, arriba sobre una cumbre
mirando sobre 1500 metros
de montañas y kilómetros tras
kilómetro de valles y mar.
En la oscuridad estrellada cocinamos
nuestros fideos y comemos
a la luz de las linternas. Las estrellas
se agrupan alrededor de nuestra mesa como luciérnagas.
Después de la cena nos vamos directo
a la cama. La noche está ventosa
y clara. A la luna le faltan tres días
para estar llena. Acostados
miramos las estrellas y la luna
cambiante a través de nuestro telescopio.
Por la madrugada los caballos caminan
alrededor del campamento y despierto.
Apoyado en el codo observo
tu hermoso rostro mientras duermes
como una joya bajo la luz de la luna.
Si tienes suerte y las naciones
te lo permiten, vivirás
muchos años en el siglo veintiuno.
Tomo el cristal
y observo la gran nebulosa
de Andrómeda nadar como
un ameba fosforescente
lentamente alrededor del polo.
Lejos muy lejos, en las distantes ciudades
hombres de corazones obesos planean
asesinarte mientras duermes.
EL CORAZÓN DE HERAKLES
Acostado bajo las estrellas,
en una noche de verano,
tarde, mientras las constelaciones
del otoño trepan por el cielo,
como el cúmulo de Hércules
que cae por el oeste
pongo el telescopio
y observo Deneb
moverse hacia el zenit.
Mi cuerpo está adormecido. Solo
mis ojos y mi cerebro están despiertos.
Las estrellas se levantan a mi alrededor
como ojos de oro. Ya no puedo
decir dónde empiezo y dónde dejo de ser.
La leve brisa en los pinos oscuros,
y el pasto invisible,
la tierra volcándose, el enjambre de estrellas
tienen un ojo que se ve a sí mismas.
UN LABERINTO DE RAYOS DE ORO
Primavera–la lluvia pasa, las estrellas
brillan pálidas al lado de la luna
de Pascua. Las nubes pasas fugaces, las hojas se dispersan,
girando sobre nuestras cabezas. Las flores del madroño
caen en la oscuridad. Tú yaces junto a mí,
luminosa y dormida.
En lo alto las abejas duermen en su árbol.
Más arriba las abejas del Pesebre en Cáncer
pasan lentamente a la deriva, un laberinto de puntos
de fuego. He tenido diez veces tus años.
El tiempo nos sostiene irrevocablemente fijos
bajo las brillantes estrellas perecederas.
UNA ESPADA EN UNA NUBE DE LUZ
Tu mano en la mía, salimos
para ver las multitudes de Navidad
en la calle Fillmore, en el barrio
de los negros. La noche está llena
de escarcha. La gente se apura, envuelta
en sus alientos humeantes. Ante
las vitrinas de las tiendas los niños
saltan con los ojos destellantes.
Viejos pascueros hacen sonar campanas,
los autos paran y tocan la bocina.
Los tranvías chirrían. Ruidosos parlantes
cantan villancicos en los postes,
en los bares Louis Armstrong
toca White Christmas. En los antros
las chicas se desnudan, bailan y se sacuden
al ritmo de Jingle bells. Arriba
los letreros de neón garabatean
y borran una y otra vez
mensajes de avaricia,
alegría, miedo, higiene, y los orgullosos
nombres de las clases medias.
La luna brilla como un pudín.
Paramos en la esquina principal
y miramos hacia arriba, en diagonal
a la luna saliente, y a las solemnes,
pulcras y vastas constelaciones de invierno.
Tú dices, “ahí está Orión”
el más bello objeto
que cualquiera de nosotros jamás
conocerá en el mundo o en la vida
estático en el vacío cielo iluminado por la luna,
sobre multitudes de hombres, mujeres y niños,
blancos y negros, alegres y avaros,
buenos y malos, vendedores y
compradores, victimarios y víctimas,
como un inmenso teorema,
que, si llegase a resolverse podría
solucionar para siempre el misterio y el sufrimiento
bajo las campanas y lentejuelas.
Ahí está, el hombre de la noche
antes de Navidad, extendido
en el cielo como un dios verdadero
en el que sería solo necesario creer
un poco. Tengo cincuenta
y tú cinco. No haría
ningún bien decirte esto y puede
que tampoco escribirlo.
Cree en Orión. Cree
en la noche, en la luna, en la poblada
Tierra. Cree en la Navidad
y en los cumpleaños y en el conejo de pascua.
Cree en todos esos fugitivos componentes
de la naturaleza, condenados
a consumirse y extinguirse.
Siempre sé fiel a estas cosas.
Son todo lo que hay. Nunca
renuncies a esta religión salvaje
por las sangrientas abstracciones
civilizadas de los canallas
que viven para asesinarnos.
PROTOPLASMA DE LUZ
Hace cuánto tiempo
Frances y yo tomamos el metro
a Van Cortlandt Park. La gente
excitada, niños pequeños
y lisiados vendiendo cristales ahumados.
Nos fuimos rápido hacia los cerros
al norte de la estación, pensamos
que estábamos atrasados, y nos quedamos ahí
de la mano, esperando.
Bajo los árboles el sol hacía
pequeñas lúnulas de luz entre las ramas desnudas
sobre la nieve. El cielo se tornó gris
y vacío. Una a una
las estrellas salieron. Finalmente
el sol era solo una delgada
media luna en nuestros cristales
con los planetas resplandecientes alrededor como testigos.
Entonces la gran ameba fría
de prístina luz se esparció
por el cielo. El viento pasó como
una multitud en silencio. La multitud suspiró
como una ráfaga de viento. Todos los perros
aullaron. El silencioso protoplasma
de luz se mantuvo quieto en el cielo negro,
con anillos de fuego carmesí en su centro,
en su núcleo de roca negra.
Mercurio, frío y oscuro como una
mancha de acero, en silencio a su lado.
Esto fue hace mucho tiempo.
Mary y yo parados en
la orilla viendo el sol hundirse
en el océano ventoso. Capas
de aire quebrando el disco.
Una vasta pagoda de bronce.
La espuma salpica nuestros rostros, una medusa
palpita en el agua quieta,
estirada a nuestros pies sobre la arena húmeda.
El crepúsculo llega y todos los
planetas visibles salen.
Primero Venus, después Júpiter,
Marte, Saturno y finalmente
Mercurio. Las focas ladran
en los roqueríos. Le cuento a Mary
que Kepler nunca vio Mercurio,
mientras moría acostado brilló
en su ventana, muy tarde para que
él pudiese verlo. El misterioso
cono de luz se eleva desde el horizonte
hacia el cielo pálido.
Yo digo, “Nadie sabe qué
es o incluso dónde está.
Quizás es la gran nube
de gas alrededor del sol que
algún día verás si tienes
suerte. Puede verse solo
durante un eclipse. Yo la vi
mucho tiempo atrás.”
SANGRE EN UN MUNDO MUERTO
Una noche ventosa al final del otoño,
la luna sale cortada.
Mary ha hablado
todo el día del eclipse.
Cada cierto rato
salgo y reporto
el progreso de la sombra de la tierra.
Cuando pasa la mitad
Marthe y Mary salen
nos paramos en la esquina
en las primeras volutas de escalofriante
neblina y observamos la luz apagarse.
Cintas de neblina alcanzan la luna,
pero no llegan a cubrirla.
Le explicamos con una naranja,
un pomelo y una lámpara, no
es que esperemos que una niña
de cuatro años comprenda–
solo una suerte de deber ritual.
Pero nos sorprendimos.
“La sombra de la tierra es como sangre”
Dijo ella. Le digo que los indios
le decían al eclipse sangre en la luna.
“¿Toda la sangre sobre la tierra
hace que la sombre sea de ese color?”
Pregunta ella. Yo no respondo.