Víctor Ruiz Caballero llegó como corresponsal de la AP (Associated Press) a El Salvador a comienzos del año 2000. Encontró un país en caos. La guerra civil todavía mostraba sus secuelas y la política de mano dura del presidente Flores (1999-2004) comenzaba a sentirse. “Mi primera impresión fue que llegué a un país profundamente fracturado, pequeño y frágil. Armado, no solo los militares, sino que la población civil. Mis primeros reportajes fueron sobre la violencia cotidiana, las maras, la delincuencia”. Después de cuatro años en el país, Víctor Ruiz decidió realizar un reportaje desde dentro de las maras, la pandilla Barrio 18, considerada junto con mara Salvatrucha Barrio13, las más peligrosas en Centroamérica.
Encontré a Víctor una tarde de primavera en su departamento en Plaza de Armas de Santiago. Lo estaba desmantelando, a la espera de su traslado definitivo a España, donde lo espera Magda, su pareja, y Ferrán, su hijo. Mientras desmonta las imágenes de sus marcos, charlamos libremente, sin guión, durante horas que se extendieron hasta el día siguiente.
PS: ¿Porqué la fotografía?
VR: La verdad es que no lo sé. No tengo una respuesta directa. Vengo de una familia humilde. Me considero un muchacho pateando las piedras, como en la canción de Los Prisioneros. Tenía cuatro años cuando se produjo el golpe militar. Me crié en El Cortijo, en Conchalí. Una población donde no se entendió nada en todos esos años posteriores. Asumía, como todos los demás, lo que decía la TV. Aprendí a no preguntar nada del pasado de las personas. A la violencia del golpe de Estado se sumaba la violencia intrafamiliar. Unos eran de Pinochet, otros de Allende, las familias peleaban entre sí. Las reuniones familiares eran escasas. Se respiraba desconfianza y miedo en la población. Había mucho silencio. No se podía hablar con nadie. Temíamos la delación. No había seguridad de dónde irían a parar tus comentarios . Terminaron con la cultura, con la lectura. Nos impusieron un sistema. Es lo que somos ahora. Ese era mi contexto cotidiano, el incentivo a conocer era nulo, el gobierno solo se interesaba que fueses un ser funcional, no pensante. Los gobiernos son así, hasta el día de hoy, no invierten en la gente, en investigación, en educación. Me quede allí hasta que terminé la secundaria y comencé a estudiar en la escuela de fotografía Alpes.
Mis padres son religiosos, Testigos de Jehová, y eso nos salvo de alguna manera. Mi madre acurrucó sus “pollitos” y nos salvaron de la droga. Esos sí que a los 14 años no quise seguir yendo a la iglesia. No tenia fe, simplemente. Dejaron de obligarme. Era una lata, iba al templo tres a cuatro veces a la semana. Las religiones han salvado a medio mundo, son ordenados, muchas veces le han entregado un sentido a las personas. Las religiones te entregan una base ética, no mentir, no robar, el problema es quién maneja la religión. Pero la religión también te inculca temor y me críe así, con miedo. Es otra celda, donde impera la ignorancia y donde tampoco te dicen todo.
PS: ¿Y cómo llegastes a Alpes?
VR: Mi hermano practicaba fotografía como junior en el France Press y me contaba la vida de los fotógrafos. Traía fotos a la casa y despertó mi curiosidad. Me hablaba de los fotógrafos de prensa, sus aventuras. Me llamó la atención la vida de esas personas, y del privilegio de estar en primera línea.
Más tarde entré a Alpes a estudiar fotografía periodística. Llegué con un tremendo vacío cultural. Claudio Pérez, Oscar Wirke, Chino López, entre otros, fueron mis maestros. Fuimos la segunda generación de Alpes, en medio de cambios políticos. Tomó tiempo antes que yo comprendiera el rol social de la fotografía. Mis referentes son Salgado y Capa. Para mí, la fotografía tiene solo ese sentido, no la entiendo como algo desde donde se puede construir un discurso teórico. Alvaro Hope me recibió más tarde como practicante. Ahí conocí a Lemebel, era divertido.
Terminé Alpes y volví a la población, sin trabajo. Mi padre me repetía, “por qué no fuiste carpintero, mejor”… No fue fácil. Tiempo después hubo una exposición colectiva en Alpes y expuse un trabajo sobre el matadero, llegaron unos periodistas y eligieron mis fotos. Allí estuvo Jorge Sánchez, que trabajaba en La Época y pujó para que yo entrará al diario. La Época fue una nueva escuela para mí. Con Miguel Ángel Larrea, entre otros. En prensa había que trabajar muy deprisa, tenía que correr para revelar y ampliar, con toda la redacción a la expectativa, esperando para publicar la foto. ¡¡La tengo!!, gritaba cada vez que lo fijaba en el negativo. Esa sensación de vacío en la guata y nerviosismo ya no existe en la era de las cámaras digitales.
PS: Luego renunciaste a La Época y te marchaste a Bolivia
VR: ¡Sí! Después de 5 años allí quería hacer otra cosa. Además me enamoré y me fui detrás de mi amada a Francia. Nada fue bien y al poco tiempo estaba de vuelta en Chile, pobre como una rata y sin trabajo. Postulé a un puesto en la AP y me fui como reportero independiente a Bolivia. Estaba Banzer aún y después de dos años me trasladaron a El Salvador. En Centroamérica estaban la mayoría de mis colegas. Mi primera impresión fue que llegaba a un país profundamente fracturado, pequeño y frágil. Armado, no solo los militares, sino que la población civil. Mis primeros reportajes fueron sobre la violencia cotidiana, las maras, la delincuencia.
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Más de 10 años de conflicto (1980-1992) entre las fuerzas armadas regulares y el FMLN (Frente Farabundo Martí para la liberación nacional) dejó un saldo cercano a los 80.000 muertos y desaparecidos, la mayoría civiles. Miles de personas mutiladas, por efecto de minas antipersonales. El Salvador entonces tenía 4,5 millones de habitantes . Miles de civiles resultaron con graves secuelas psicológicas, las violaciones eran habituales y la tortura era un método normal de interrogación. Numerosos niños quedaron abandonados, huérfanos de padre, madre, o ambos. Los grupos de militares y policías al margen de la ley, con apoyo de empresarios y terratenientes, crearon los famosos Escuadrones de la muerte que aterrorizaron las zonas rurales donde el FMLN obtenía su mayor apoyo. Los daños materiales fueron también muy altos. Puentes, carreteras, torres eléctricas, etc., resultaron destruidos o severamente dañados. Llegó la crisis económica, el cierre de innumerables fuentes de trabajo llevó a que la economía del país se estancara durante más de una década.
El conflicto armado concluyó, luego de un proceso de diálogo entre las partes, con la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, México (enero 1992), que permitió la desmovilización de las fuerzas guerrilleras y su incorporación a la vida política del país. Sin embargo, como consecuencia de la guerra, quedaron en manos de la población civil miles de armas de fuego, lo cual propició el surgimiento de las pandillas juveniles. Más de medio millón de salvadoreños se vieron obligados a emigrar del país y se radicaron, principalmente, en Los Ángeles. Más tarde muchos de ellos fueron repatriados a El Salvador.
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PS: Entonces era inevitable no hablar de las Maras
VR: Así era. Las portadas de los periódicos, trataban a los Maras como animales. Pero yo veía que detrás de ellos habían familias, madres, esposas, hijos, que cuando la policía los detenía, las madres gritaban que sus hijos eran inocentes. Comencé a pensar que sería importante hacer un reportaje desde dentro. Es gente como cualquiera, sin oportunidades. No hay familia que no esté quebrada, los padres trabajan en el campo o han emigrado, a Estados Unidos u otros países. Niños abandonados. ¿Quiénes los rescatan? La delincuencia, los narcos. Los maras le ofrecen una familia desde pequeños. Muchas madres solteras. Una vez dentro, no te dejan salir, porque ya tienes información. Las maras nacen en EEUU, entre los inmigrantes de los años 80, después de la guerra civil. EEUU los acogió un tiempo pero luego fueron repatriados y llegaron de vuelta a El Salvador, más pobres aún, sin trabajo, sin escuelas y sin futuro alguno. No sabían nada, solo robar para subsistir.
PS: Te tocó vivir además los terremotos del 2001.
VR: El Salvador es un país sufrido, a toda la catástrofe social súmale los terremotos de enero y febrero del 2001, cuando quedó media ciudad en las ruinas. Magda, mi pareja, que me había seguido desde Bolivia, se involucró en labores de rescate, intentando “arañar” algún ser viviente desde los escombros, desde las garras de la muerte. Fue brutal ver tanta tragedia. Conocí a varios rescatistas, uno de ellos posteriormente fue mi contacto con las Maras de la Barrio 18.
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Faltaba poco para las elecciones presidenciales de marzo de 2004 y, cuatro meses antes, el FMLN se había convertido por primera vez en la fuerza más votada de El Salvador. Las maras eran ya un problema creciente de seguridad pública, con una guerra a muerte abierta entre ella, entre la calle 18 y la calle 13 que generaba docenas de muertos cada año. El Plan Mano Dura se lanzó el 23 de julio de 2003, con una hollywoodense puesta en escena en la colonia Dina de San Salvador, ocupada por el Ejército y la Policía para que el presidente Francisco Flores pudiera interpretar su papel de defensor de los ‘ciudadanos honrados’. En ese contexto se apostó por la mano dura, que se vendió a la sociedad como la receta idónea. Sin embargo, los resultados de esa política no entregaron los resultados esperados.
“La Mano Dura, en vez de acabar con el problema, sirvió para organizarnos”, confiesa un mara en forma anónima a la prensa local. Y agrega: “El Gobierno, según ellos, ¿va?, pensó: agarremos a estos hijosdeputa, ¿va?. Agarremos a 20, a 50, 60, 200… metámoslos al tavo (la cárcel) y hagamos un penal solo para ellos. ¿Y qué pasó? Nos unieron, crearon las ‘ranflas’ (el comando superior de las pandillas en las prisiones), nos dieron un lugar para planear”.
Según el antropólogo Juan Martínez d’Aubuisson en su libro “Ver, oír y callar”, escrito después de haber convivido con el grupo mara salvatrucha Barrio 13 durante un año, la gente y los políticos tienden a confundir las maras con un cartel o una mafia. Martínez d’Aubuisson afirma: “Mientras la mafia utiliza la violencia para ajustar cuentas y advertir a sus enemigos de sus capacidades, pandillas como la Mara Salvatrucha Barrio 13 la ocupan como un medio de supervivencia. Al estar en guerra constante con los del Barrio 18, sus agresiones van encaminadas a marcar territorio y demostrarle a sus rivales de lo que son capaces si deciden actuar en su contra. Las pandillas obtienen dinero, cada vez más, pero sería erróneo decir que son pequeñas mafias que buscan enriquecerse. Si fuese así, sería más fácil controlarlas y los ridículos programas para prevenir la violencia, que buscan sacar a los pandilleros de esos grupos dándoles trabajo, tendrían éxito».
En los años de apogeo de la mano dura, entre 2003 y 2006, se gesta la primera gran mutación del fenómeno de las maras: creación de estructuras de mando nacionales en las cárceles, apuesta por la renta como fuente de financiamiento, renuncia al tatuaje como elemento de jerarquía, férreo control de las canchas (territorio del barrio) y la ruptura paulatina con la idolatría a los que llegaban de EEUU.
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PS: Finalmente pudiste tomar contacto con las Maras de la calle 18
VR: Si. Pero fue un proceso que tomó su tiempo, casi cuatro años, ya casi cuando me marchaba de El Salvador, se produjo el primer contacto real. El día que me encontré con José (nombre ficticio), un voluntario, el primer paso fue ir a uno de los barrios que controla la calle 18. En el mercado de la Plaza Libertad. La Chola, una mujer de 23 años, trabajaba en el mercado. Ella repetía no quiero todo esta miseria para mi hija (seis años). A ella le conté la idea de hacer un reportaje desde dentro de la mara. Los integrantes de la familia no confiaban en mí. Me cercaron, me miraron, me estudiaron. De repente llego la Chota, la policía, los chicos de la clica que me rodeaban salieron corriendo. La policía me revisó a mí y a otro colega. Tuvimos que salir del lugar. Más tarde me encontré con el Alacrán (nombre supuesto), un hombre de unos 35 años. Hablamos de la política de Flores, la ley “mano dura”, le expliqué el reportaje que quería hacer. Me invito a comer algo y nos ofreció cervezas en uno de sus puestos de venta de popusas (tortillas de maíz rellenas de queso). Me señaló que pronto vendría el Momia, contacto directo con El viejo Lin (que dirigía la mara desde la cárcel). Más tarde y después de muchas cervezas, llegó el Momia, en un auto último modelo, con vidrios polarizados y con dos guardas espaldas. Un hombre moreno, de ojos hundidos y pómulos afilados. Repetí mi historia, la misma que le había contado al Alacrán, por qué quería entregar una visión desde dentro de la mara.
Finalmente pacté con el Momia los términos del reportaje. Me citó a las 12 del día siguiente. La decisión entre los miembros no fue unánime pero la Chola aceptó ser fotografiada en su hogar. Me invitó a su casa y los demás llegaron uno a uno. Pronto llego el Chobi, que pidió que lo raparan, para enseñar su cuerpo tatuado que cuenta las historia de su vida. Cada tatuaje representa un hecho importante para los miembros de la mara. Pedí permiso para volver al día siguiente y me encontré con la Chola tendida sobre la cama con un balazo en el muslo, me comentó que había sido un accidente. Allí no cabían las preguntas, pero entre la raza se comentaba que había sido el resultado de una ajuste de cuentas con otro miembro de la pandilla MS13. Nunca supe exactamente lo que pasó. La Chola nunca estuvo sola, los pandilleros se comportan como una familia. Son códigos elementales de sobrevivencia. Yo mismo acompañé a la Chola para que se hiciera curaciones en el local de los voluntarios. Pero no era suficiente. Era necesario visitar una urgencia de hospital. Pero la Chola no quería correr ese riesgo, tenía miedo que la policía la interrogara y la detuviese. La organización dentro de la clica es férrea. Cuando cae uno de los líderes, al no tratarse de un sistema vertical, surgen de inmediato candidatos que ocuparán su puesto.
Asistí a las fiestas de los maras, acompañados de sus homegirls, sus novias. De a poco me gané la confianza de la pandilla y me llevaron a conocer al jefe máximo, a Carlos Ernesto Mojica, apodado, el viejo Lin, encarcelado, acusado de narcotráfico y de matar a varios pandilleros de Calle 13. Le visité en la cárcel, con más de 400 miembros de la mara calle 18 encarcelados, era como meterme a la boca del león. El miedo me hacía subir la adrenalina. El jefe de la prisión me hizo firmar un papel donde yo soy el único responsable de mi vida. Esperé al viejo Lin en la reja, 20 minutos.
Me hace pasar, después de darme un discurso contra el régimen de Antonio Saca (2004-2009), recientemente condenado a 10 años de prisión por desfalco de recursos estatales. El guardia que me acompañaba no pudo entrar, se quedó afuera, no se le permitió entrar en la zona donde estaba la gente de la clica. Era como un Estado dentro de otro Estado. Me concedieron solo dos horas de visita, escuché música ranchera y luego hip hop. Bailaban unas cien personas, entre familiares, amigos, novias y presos. En algunos rincones pololeaban los enamorados.
Años después me enteré de que a la Chola la mataron. Su hija, ya adolecente, debe ser miembro de la familia. A momentos pienso en volver a visitarlos. Solo a ellos, a los del Barrio 18. Exigen lealtad absoluta. Eso no lo entendió el reportero franco-español, Christian Poveda, que volvió a El Salvador en el 2009 para hacer un reportaje entre los maras de la calle 18. Anteriormente había hecho un reportaje sobre las pandillas y un documental llamado La Vida Loca y tenía contactos con distintos grupos, por ello pensaba que era posible construir puentes de comunicación entre los grupos rivales. Su equivocación le costó la vida. Su cuerpo fue encontrado con cuatro disparos en la cara en una de las zonas dominadas por la calle 18. Y Poveda era un corresponsal con experiencia y que había cubierto infinidad de conflictos bélicos en el mundo, incluida la guerra salvadoreña de la década de los ochenta.
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Dejo a Víctor temprano a la mañana siguiente, después de un par de café negro y tostadas. Me repite que se encuentra en una “situación de tránsito”, en un “compás de espera” que por momentos se hace largo, resolviendo todo lo necesario para viajar a reencontrarse con Magda y Ferrán.
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