El anuncio del cierre fue con un mes de anticipación. Para sus clientes frecuentes, es decir, y me enteré que aún me faltaba para eso. Hay casi una veintena de restaurantes en la calle Cumming, pero solo un café. Esa cuadra, una antes de llegar a la Alameda, tiene un taller mecánico, una librería, dos minimarkets en las esquinas y sus edificios más grandes son una universidad y el Liceo de Aplicación, que no superan los tres pisos. Es viernes y la luz del sol tiene ese brillo dorado que anuncia su muerte. Hay tres personas que beben cafés junto a la puerta y un letrero que lleva el dibujo en tiza del local en el que reencarnarán no sé cuando. Un afiche pegado en la pared de enfrente dice: “Fuera yankees de Venezuela”. El café se llama Forastero, le quedan 110 minutos de vida.
Anoto la hora en mi libreta. Hay tres mesas que significan algo para mí en este lugar, pero aparte, quedan cinco o seis. La última vez que estuve aquí fue hace dos semanas y también me tocó sentarme en una desconocida. “Sillas que no pertenecen a nadie”, escribió Jean Paul Sartre sobre el café Les Trois Mousquetaires de la avenida du Maine, “mesas que no le pertenecen a nadie”. Una joven con una polera a rayas lee algo en la mesa que ocupé el día que mi madre vino a verme a Santiago sin saber lo que luego sabría a través de Instagram, el final.
Forastero queda a solo cuatro cuadras de donde vivo ahora, en los bordes de barrio Yungay. Ya en la mesa, arrincono un plato con una servilleta y migajas de lo que fue un pastel o un cupcake y anoto en mi libreta palabras sueltas; tomo mi celular de rato en rato, recuerdo que este es el único café en todo Santiago en el que nunca he pedido la clave del wifi. Alguna vez pedí azúcar, eso sí, y no lo volvería a hacer. Jacobo Lanzarini, con el que hablaré después, me dirá que a nadie se le ocurría ponerle lo mismo a una lager artesanal belga y pasa lo mismo con el café.
El local está a un ochenta por ciento de su capacidad. Lanzarini -barba de dos días, entradas prominentes y polera amarilla ajustada al cuerpo- me dirá que hoy solo vinieron clientes frecuentes y los saludará a todos por su nombre: Gaby, Felipe, Danitza. “¿Eduardo?”, dirá también, reconocerá la foto de mi libreta en una storie de mi Instagram. Mi mesa queda a lado de una máquina de expreso donde se lee Nuova Simonelli, la compañía italiana que las fabrica desde hace casi un siglo. La pareja que está a mi lado no me deja ver lo que la joven de polera a rayas lee, pero por el reflejo en platino de la máquina sé que se trata de un libro físico con la letra capital destacada, y lo acompaña con un fudge brownie. Yo pediré lo mismo más un latte, es mi mezcla favorita.
La primera foto que tomé allí tiene fecha el 23 de enero del 2018. Filtro rise a mi affogato, coloco en la descripción: se acabaron las malditas vacaciones. El escritor chileno Alberto Fuguet hizo lo mismo en Instagram en octubre del 2017 y lo replicó así unas cuatro veces más en ese mismo mes con otros cafés a los que visitó. Le he oído alguna veces hablar de su afición por las cafeterías que están en los aeropuertos, e incluso, en su película Invierno (2015), el mejor amigo del escritor Alejo Cortés, visita una de ellas en el aeropuerto de Santiago luego de su suicidio.
Hay todo un tema con visitar cafeterías que albergaron a los escritores que uno admira. Lanzarini, marcado confeso por Mala onda y Tinta Roja, dirá que Alberto visitó mucho esa cafetería porque trabajaba en la Universo o en Cooperativa, también en el barrio Yungay, y que incluso “tuvo un crush” que fue barista allí mismo. “Siempre subía fotos escondido y con hashtags coquetos”, pero aclarará también que nunca fue su influencer. Los clientes son clientes, aunque conmigo funcionó. Gaby, ¿la mencioné hace poco?, diez mil seguidores en Instagram, “con ella si hice un trato”, dirá Lanzarini. Después, todo el manejo de redes es orgánico o del día a día, “entender que es lo que busca cada cliente”, una máxima que probablemente detonó que hoy su café sea conocido como “el mejor de Santiago”, según usuarios de Tripadvisor, pero paradójicamente, contará, lo aprendió en Starbucks.
Acabo mi fudge de frutos secos y arrastro el último trozo sobre el chocolate del plato sin miedo a que empalague. Una señora que disfruta con su familia pregunta por endulzante y Yhara, la barista rubia que acabo de identificar por Instagram, la envía a una mesa en el rincón izquierdo del local. Anoto “7:46” en mi libreta, “endulzante”, una probable exbarista aparece parada junto a la barra de atención y de seguro nota lo que escribo. Me avergüenzo, oigo el sonido del vapor haciendo lo suyo con la leche y el expreso. Se notan las manos de Yhara que no paran y conversa con la exbarista. Escucho solo palabras sueltas, una mezcla de todas las conversaciones en el local. “¿Cuánta gente vino hoy?”, pregunta la exbarista antes de sentarse en un mueble. Cruza sus piernas para apoyar su mochila, se dejan ver sus new balance color negro; un hombre calvo le hace una seña a Yhara y ella responde con un “ok”. De la conversación de mi costado sale “Bohemian Rhapsody” y “Mr. Robot”. “¿Estarás tú a mi lado esta noche?”, por los parlantes. Anoto que me duelen las manos de escribir cosas que quizás no sirvan. La vida pasa lento, generalmente, cuando no eres el protagonista.
Antes de abrir este café, Lanzarini trabajó en cafeterías de mierda, pero se enamoró de la gente y se plagio de Starbucks eso de que un café debería ser el tercer lugar, después de la casa y el trabajo. Estudió ingeniería de informática también y se confesará hijo de los foros web. Tenía un trabajo de oficina, garzoneaba con su polola Romina Marigual en la cafetería Wonderful, de Providencia, por puro gusto, los fines de semana . Empezó a asistir a talleres de cata, de entrenamiento sensorial y de art latte. Fundó la Asociación Nacional de Profesionales del Café, se dio cuenta de que no era un profesional y corrigió: Asociación Nacional de Profesionales y Amantes del Café.
El Lanzarini adolescente no sabrá que recibirá una carta en el baúl de anécdotas, que pondrá también junto a la vitrina de pasteles una semana antes de cerrar el café que abrió en el 2015, y que en ella descubrirá escondidas las palabras “54”, “banca”, “morado”, todos códigos que solo los amantes de este lugar podrían entender. Tampoco sabrá que me traerá un latte frío a las 8 con 16 del viernes y que incluso le llamará “messie” al cliente que se sienta a mi costado. ¿Mencioné que las bombillas que usan son reutilizables?, lo anotaré también en mi libreta, justo a lado de la frase con la que terminaré este texto.
A las 8:23 aún no sé que Lanzarini es el dueño del Forastero y lo anotaré bajo el seudónimo de “garzón nuevo”, no le genera ningún problema. A esta hora solo una mesa queda vacía y yo reviso cuáles de mis contactos en Instagram siguen también al Forastero. Son cinco, descubro, pero conozco solo a dos y me pregunto si es que significará algo para ellas también este lugar. Yo intenté traer a alguien una vez, recuerdo, y se rió cuando le dije que era la mejor cafetería de Santiago. No falta mucho para que Lanzarini me diga que la gente busca más una experiencia que loza y utensilios caros; todo lo demás es consumo, costumbre pero no cultura. “No hay una cultura del café en Chile”, es más bien un hábito revestido de excesos, ignorando que en lo más mínimo cualquiera podría arruinar hasta al mejor café del mundo.
No hay mucho de nostalgia dirá Jacobo Lanzarini. Lo entrevistaré en unos minutos sabiendo solo lo que me dijo el crítico gastronómico Carlos Reyes Medel sobre el café. Que al chileno le cargan los toques ácidos que son a su vez un signo de distinción para todo especialista del buen café. “El secreto del Forastero es que supo crear comunidad”, repitió Reyes convencido. Pero Lanzarini también sabe de lo contrario, de enamorarse de nuevos lugares, de expandir su negocio “enano”, según dirá, de abrumarse, de colapsar, de poner a votación a cuál de ellos es necesario mantener.
Así le pasó a su local de Santa Isabel, por ejemplo, en el barrio Italia, y cuando apenas lo cerró apareció la oferta de la Casona. Y, también en el barrio Yungay, para trasladar el de Cumming a una esquina cuyo nombre es un poema: “Huérfanos con Esperanza”.
El domingo que Lanzarini cerró su apuesta en el barrio Italia, decidió llamarlo “El último brunch”, en honor a ese festival de masas, quesos y ensaladas que los sirvientes de las familias inglesas dejaban listos para sus patrones para tomarse el día libre, y que en el Chile de los filtros y las stories ha tomado fuerza en los últimos años. Pero el local de Cumming rara vez miró a los brunchs con buena cara y hablar del último café sería como acabarse en esencia y para siempre. Migue, que hace magia en la pastelería, le avisa a Yhara que la cocina está cerrada y son las 8 y 35 de la tarde. Doy la vuelta hacia la calle y ya no hay sol en la avenida, pero sí una luz opaca y azulada. Falta poco para escuchar a Romina preguntarle a Jacobo por la marca de pizza que comprarán más tarde. Falta nada para ver el portón de lo que alguna vez fue un sanguchería al paso y ahora un café, caer por última vez e imaginar lo que vendrá después. A las 8:51 escucho a Yhara decir que se acabó, que no preparará ni un expreso más y yo perdí la cuenta de cuántos he tomado ya. “¿Eduardo?”, escucho. No podré dormir esta noche.