Luego del trauma que significó ver Roma no una, sino dos veces (me obligaron), tuve ganas de escribir sobre otra de película que estuvo nominada al Oscar: Cold War. Pero, luego de sentir esas ganas, se me cruzó entremedio un film clásico que se me aparecía una y otra vez a modo de maldición gitana. ¿Cuál? Hiroshima mon amour. ¿Y en qué se tradujo esto? En desgracia, porque fue imposible elegir.
Hiroshima mon amour (1959) basada en la novela de Marguerite Duras y dirigida por el francés Alain Resnais, por un lado, y Cold War (2018) dirigida por el polaco Pawel Pawlikowski, por otro, tienen más de un elemento en común: ambas son películas que relatan historias amorosas en un contexto histórico de posguerra. Ambas en blanco y negro. Y, lo fundamental, es que en ambas películas ocurre la misma acción, que simboliza todo un movimiento cultural: vemos a personajes femeninos que se empinan botellas. Tanto Elle como Zula lo hacen.
Elle. Cada trago que toma, significa un desencadenamiento de nuevas palabras, nuevas historias, en una atmósfera de confesión con verborrea, emocionalidad y rapidez. “¡Qué joven fui una vez!” dice Elle. El gesto de extrañar la juventud, parece ser la respuesta al miedo de la muerte, al miedo de dejar de hacer lo que realmente quiere hacer.
Zula. Encerrada en un baño, ante la indiferencia del hombre que ama, empina con ardor la botella de vodka ruso. “Me matas, me das placer”, parece decir la mujer de Hiroshima, también Zula. “Me matas, me das placer” podría fser una de esas canciones polacas cantadas por campesinos que aparecen durante los primeros minutos de la película. Blanco y negro, caras desgastadas por oficios bruscos; ojos transparentes, rasgos angulosos.
Para empinar una botella hay que saber quién eres y qué quieres: eres una mujer, quieres alcohol, vino, vodka; en ese acto de tomar un objeto de vidrio que contiene líquido y levantarlo, hay un indicio y un peligro. Indicio de ritual, peligro de chorrear. Levantar una botella es como andar en bici por un parque y toparse con una manguera a mitad de camino: puedes pasar encima de ella como si nada, pero una pequeña maniobra de desplazamiento mal ejecutada, puede terminar contigo en el suelo.
El único parámetro que tengo para identificar si algo me gusta/remueve es si sigo pensando en eso después de días y días y días; a veces, pasan semanas . Se transforma en un estado de compañía. No de recuerdo, de compañía. No se trata del pasado ni de la memoria, sino del presente.
Último estado de compañía: Paris, Texas, Hiroshima mon amour y ahora, Cold War. Quizás en todas estas peliículas son las figuras femeninas las que se me quedan pegadas, como hostia en el paladar; o tal vez sean esas mujeres en sintonía con esos hombres, y sus gestos en ese mismo momento. Existe entonces, un diálogo sutil, secreto y sincronizado entre Hiroshima y Cold War. Sobre todo mujeres que empinan botellas.