En el infierno se canta, dice una de las frases de Samuel Beckett. Su proyecto literario consistió en un ir “rumbo a peor”, como se tradujo difícilmente uno de sus últimos textos, Worstward Ho, sin esperanza ni consuelo ni sistema fuera de los que permiten el lenguaje y los hechos, dos ámbitos poco fiables. La mente no es un carrusel de recuerdos sino un espacio gris y difuso de carencia; la historia no es un programa de cambio y desarrollo humano sino una serie de eventos, encadenados o no, demencial y catastrófica. “La esperanza no es más que una tipeja que humilla. Hasta que la perdí no conocí la felicidad. Copiaré del infierno en la puerta del cielo: pierdan toda esperanza los que entren”. La frase de Dante, repetida otra vez, es un ejercicio de actualizar algunas de las máxima de Chamfort, moralista escéptico del siglo XVIII francés. La repetición demuestra lo difícil que es decirlo bien, de nuevo, ochocientos o doscientos años después, y lo imperioso de hacerlo.
Decir lo peor no es nada fácil, sino más bien de una dificultad, precisamente, endemoniada: la mirada no aguanta tanto en la horripilancia. “Ver lo terrible hasta hacerlo risible”, es otra posibilidad farsesca. Se supone que hablar de la muerte, de la necesidad de matar, está en el origen de la tragedia, mientras la comedia sopesa alegre y seriamente las palabras que conducen el malentendido y el encuentro. Decir ambas cosas es una de las tareas más difíciles del lenguaje; decir una sola, casi imposible, por eso ha sido labor de la poesía, donde las palabras se ponen más a prueba que en otras dialécticas (siempre necesarias). En Chile, país de poetas, autoritario y represivo, existe una tradición al respecto. La mayoría de los poetas intentaron decir la gran y minuciosa catástrofe, fueron políticos y buscadores de una verdad general. Mientras más recientes, más tragicómicos.
Es aquí donde me parece se inscribe el libro de Juan Cristóbal Romero, Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar (Tácitas, 2020). Efectivamente, como se ha destacado, se trata de una colección de “datos duros” sobre hechos y personas atroces que marcaron la historia oscura desde 1973, sin término. Esa falta de término es lo primero que aterra, la fuerza de su actualización. Recuerda el origen (lo rehace, no solo vuelve a él) del tiempo presente. Pareciera que hoy se puede entender todo lo que sucede en Chile desde esas frases. La crueldad, la banalidad, el abuso, la precariedad. Pareciera que la dictadura lo muestra por sí sola.
No es así, lo ha hecho Romero, nacido en 1974, quien ya había reunido otros apuntes, mucho más jocosos e improbables, sobre literatura chilena. La enumeración, en este caso, insiste en las marcas de lo abyecto, lo ridículo, lo curioso, lo inhumano. No es que solo llegue a lo espeluznante o que se atreva a decir lo indecible o lo ominoso junto a lo chistoso, sino de la precisión de un registro elemental. Cantar en el infierno. El apunte, cómo decir, la recolección y la articulación, llevan por unos ejes de caos y la “historia” se repite como un orden improbable de lo peor.
Sabíamos tantas cosas, o todo, en este recordatorio de los que no queremos pensar más, el Guatón Romo, Corvalán, el Mamo o Mariana Callejas. Ahí están. Toda la gente de mierda con su horror. Mi resumen: lanzan a Lumi Videla degollada con vestido de noche en la embajada de Italia llena de refugiados. La vileza, la miseria y el expolio de la dictadura en Chile necesitaba ser dicha otra vez, ahora, así, para pensar y aterrarnos en la jungla de perversas mezquindades que nos domina.
+Marcela Fuentealba es periodista y editora de Saposcat.