Últimamente me conmueve en exceso que los automóviles dejen pasar a las ambulancias. Todos mueven sus vehículos, desde motocicletas hasta autobuses, para abrir paso a quien anuncia una emergencia. Cual cardumen humano, cientos de individuos se mueven de forma coordinada y sintónica, actúan como un solo cuerpo altruista. No puedo evitar preguntarme qué los impulsa a cooperar. Quizás una mezcla entre solidaridad y culpa o el pensamiento miserable-adaptativo de “podría ser yo”. Debe haber un trasfondo animal en este tipo de coordinaciones colectivas.
Ser testigo me perturba. Cada vez que pasa cerca de mí una ambulancia con sus sirenas encendidas se me hace un nudo en la garganta. Y no tengo claros los motivos detrás del hecho de que un tipo como yo –un treintañero educado en la lógica capitalista– se sienta acongojado ante este tipo de fenómenos sociales. Tengo la intuición de que me trastorna el conformar parte de una manada de consumidores egoístas que, contra todo pronóstico, se coordinan entre sí eficientemente para ayudar a un otro desconocido, si es que no irrelevante.
¿Tendrá algo que ver mi reciente fobia a las ambulancias con mi preocupación por un otro en particular? Intento recordar, lograr identificar algún hito o rostro que me dé alguna pista. Pero es inútil. Apenas tengo acceso a borrones: imágenes como pinturas de acuarelas desfiguradas por un chorro de agua. Repaso a los miembros de mi familia, historiales de accidentes, asistencia a funerales. Identifico un hallazgo: siento más pena de estar ausente que del hecho irreversible de haber perdido a alguien. Quizás las ambulancias son símbolos urgentes de acontecimientos familiares y el deber mínimo de asistir con la presencia.
En terapia usualmente te explican que entre los recursos que tienen los humanos para sobrevivir está el ejercicio involuntario de esconder ciertas imágenes dolorosas en el “inconsciente”, las cuales luego se manifiestan de formas impensadas. Como, por ejemplo, llorar tras atropellar y matar a una paloma. En teoría, no se lamenta la muerte en sí del pájaro, sino la muerte de algo o alguien que emerge a través de él. Algo de eso ocurre aquí. Quizás escondí ciertas “imágenes dolorosas” (¿habrá en ellas escenas de ambulancias?) en diferentes partes de mi cuerpo –sin duda, una cantidad considerable a lo largo de mi colon– y tengo una ambulancia atravesada en la garganta.
Ayer, mientras estaba en una reunión en un piso número 19, logré divisar a los lejos una ambulancia zigzagueando bruscamente entre los vehículos. Por alguna razón me recordó a la famosa escena (¿sobrevalorada?) de la película American Beauty (1999) donde una bolsa de plástico se mueve en el aire durante casi tres minutos. Hay algo ahí, en ese movimiento errático de un algo, que en sí carece de toda gracia pero que permite proyectar algo inefable para quien observa. Me percaté, por primera vez en mi vida, que en el techo de la ambulancia había una insignia de una serpiente enroscada a una vara, el antiguo báculo de Asclepio, el dios griego hijo de Apolo, símbolo de la curación de los enfermos y, antes que Hades enfureciera, de la resurrección de los muertos.
¿Habrá un mensaje arquetípico detrás de todo esto? Los últimos días he despertado abruptamente sin aire en medio de la noche. Las ambulancias me siguen conmoviendo sin ninguna razón aparente. También he notado que han comenzado a emocionarme otros actos solidarios como, por ejemplo, los abrazos largos. Necesito una respuesta. Ordeno las imágenes: una ambulancia transporta un enfermo, el año que vi American Beauty, estar ausente, la nostalgia frente a un abrazo alargado, un nudo en la garganta y la incapacidad de Asclepio para la resurrección.