El año se inició con la segunda nube de humo australiano planeando sobre Chile. Sobrevoló Argentina y alcanzó Brasil. Después debió seguir su rumbo para terminar desvaneciéndose sobre el Atlántico. Volaba alto, pero aún así vimos el cielo de un color extraño. Lechoso y turbio, como en las imágenes de un ensayo nuclear. El aumento del calor este verano ha sido extraordinario y prolongado. Las tradicionales noches frescas de Santiago no son las mismas. Hace meses que no le cae una gota ni a los cerros ni al asfalto. Se nos ha olvidado lo que es llover. De norte a sur falta agua. Y la estrafalaria ley que rige la política hídrica del país continúa vigente tras sobrevivir a una propuesta de reforma presentada en el Congreso. Inexplicable.
También en enero, Greta y Donald se vieron las caras en Davos. En ese show mediático que anualmente convoca a la elite de la globalización, la crisis climática tomó la agenda de la conferencia. El repentino estupor de algunos de los magnates planetarios ante la emergencia ambiental resultaba sorprendente. Se habló mucho y se actuará según qué facción de la elite consiga imponer su visión de ruta económica: la vieja guardia de los combustibles fósiles o los globalistas del recambio tecnológico y la agenda verde. El aporte de Trump fue ironizar sobre el impeachment y burlarse en su habitual estilo ordinario y majadero de “los profetas apocalípticos”. Unos días antes de la cumbre, el Kremlin publicó un documento en el que reconocía las amenazas del cambio destacando a su vez varias ventajas y efectos positivos que esa crisis aportará a su economía: entre otros, el ahorro de energía en calefacción al suavizarse los inviernos siberianos y el dominio de una vía polar de navegación directa a través del Ártico libre de hielos. Hilarante.
Por su parte, Japón y Europa ajustándose a la corrección política que el momento exige, destacaron las oportunidades de negocio que abre la economía verde. Y ante el nivel de la discusión, a Greta no le quedó más remedio que ponerse el gorro y la bufanda y salir junto a su grupo de activistas a protestar dando unas vueltas por las calles nevadas de Davos para calmar su famosa ira. Después, todos se fueron por donde habían venido. La mayoría en jets privados tratando de disimular su huella de CO2 y Greta tal vez caminando o haciendo autostop de regreso a Estocolmo para continuar con la grabación de sus documentales y la promoción de la biografía familiar publicada por su madre. En la era de las conspiraciones, nadie queda libre de la sospecha de manos negras. Sin restarle urgencia y veracidad a su discurso ambientalista, hay quienes afirman que detrás de Thunberg se esconde una poderosa maquinaria económica que la utiliza de pantalla para modelar el pensamiento de las nuevas generaciones. Sectores de la elite que impulsan la cuarta revolución industrial con intereses que apuestan por la transición ecológica como una nueva fuente de riqueza que generará grandes negocios.
En esa guerra de titanes de la aristocracia económica, poco nos queda al resto por decidir. Nuestras pequeñas batallas difícilmente alterarán sus hojas de ruta. Divide et impera. Las redes se encargan de agruparnos en burbujas complacientes que estimulan la endorfina y nos impulsan a exhibir y a empalagarnos con nuestra superioridad moral. Un mecanismo de distorsión reduccionista que en muchos casos va de la posverdad a la poscensura y la posjusticia, transformando la discusión pública en un matonaje de policías políticas y linchamiento digital. Tácticas que no son nuevas ni se inventaron ayer, pero que, aumentadas por la hiperconectividad, hacen que el debate, en apariencia, se juegue siempre en los extremos del espectro mientras la variopinta mayoría que media entre ambos asiste al ping pong como invitada de piedra. ¿A ested le hacen bullying por cuico? ¿Por progre? ¿Por cuico-progre? O tal vez, ¿por facho? ¿Por pobre? ¿Por facho-pobre? El neoliberalismo ya pasó, se superó a sí mismo y en la semántica retórica del marketing oportunista vamos tarde con las banderas de lucha. Según nuestro lugar de residencia, son el neurocapitalismo o el neurosocialismo los que avanzan firmes en el hackeo cognitivo y en la privatización (o socialización) de nuestra mente. Poder es poder y se acomoda sin problemas a cualquier ideología.
Seis semanas y el año ya parece viejo y agotado. Transcurre a tal velocidad que tratar de seguirle el ritmo deja sin aliento. Los acontecimientos se suceden con urgencia histérica para caer en el olvido con la misma rapidez. Pasamos de ver un dron haciendo blanco en Soleimani y del posterior vaivén de amenazas pactadas para satisfacer a las audiencias de cada bando al movimiento espástico del primer biorobot. Una quimera inverosímil que nos pone ad portas de convivir con entes programables mitad ser vivo mitad máquina. Los conflictos surgen en todas partes y después de años de tedioso protagonismo mediático, la consumación final del Brexit pasa casi desapercibida ante la peste de la sopa de murciélago que tiene paralizada la maquinaria industrial china y amenaza con desmoronar la economía mundial y causar una nueva recesión. China representa casi el 20% de la actividad económica del planeta y en el tablero táctico de la globalización, el virus además de biológico es geopolítico. Amplificada por la información y desinformación, la epidemia no sólo provoca muertes, también un efecto dominó de secuelas que van desde ataques de xenofobia al cierre a cal y canto de fronteras o a la caída en picada de las bolsas. Para llegar a las trágicas consecuencias del Gran Salto Adelante faltan muchos millones de muertos, pero el spin del sensacionalismo digital exige que ante la sospecha de falta de transparencia de las autoridades, la gestión del Covid-19 ya se trate en los medios y paramedios como el Chernobyl chino. Mao se libró de las redes; Xi, en el proceso de aceleración generalizada hacia el estado del miedo y la vigilancia, parece estar probando su propia medicina. Vivimos cada vez más hacinados. El 50% de la población mundial se concentra en el 1% de la superficie terrestre y la tendencia va en aumento. Los virus lo tienen fácil.
De cualquier forma, si usted no está enfermo debería estarlo o lo estará. La economía exige su cuota de paranoia en relación a su salud porque la tecnología aplicada a la medicina es otra de las grandes apuestas de la agenda económica. Por un lado, la dedicada a la prevención y cura de enfermedades físicas y mentales y por otro, la destinada a mitigar los efectos del envejecimiento y prolongar la vida. Tanto se debe jugar en ese negocio que es probable que, por ejemplo, como sospechan muchos analistas, uno de los primeros efectos del Brexit sea la desaparición del sistema británico de salud pública para pasar a manos de las compañías norteamericanas. Solo en Estados Unidos lo que mueven se cuenta en billones de dólares. No es de extrañar que allí los medios estén plagados de publicidad médica y paramédica y que el mercado del Reino Unido sea una presa más que apetecible. La tecnología promete a corto plazo logros en el campo médico casi imposibles de imaginar, pero a su vez abre un panorama ambivalente. Para las compañías privadas de salud, ofrece un futuro de expansión y crecimiento casi ilimitado. ¿Pero será sostenible para un planeta ya superpoblado y para la misma economía el aumento de la esperanza de vida hasta los 100 o 120 años? Ante el protagonismo de la epidemia de Wuhan, la noticia de la reapertura del debate sobre la legalización de la “eutanasia por cansancio” pasó casi desapercibida. En Holanda hace algún tiempo que se plantean la posibilidad de permitir poner fin a su vida a aquellas personas que estimen, sin estar necesariamente enfermas, que ya han cumplido su ciclo. Por tanto, para los sistemas privados de salud, mitigar las enfermedades o estirar la vida puede suponer un negocio lucrativo mientras que, para los públicos, con su viabilidad económica amenazada por la inversión de la pirámide demográfica, represente un reto imposible de asumir que los obligue a promover alternativas creativas como la eutanasia por cansancio para ahorrar presupuesto.
A primera vista esa opción puede resultar chocante, pero el catálogo de nuestro corpus ético se modifica con el tiempo y lo que un día se percibe como aberrante, en el pasado o el futuro tal vez fue o sea práctica común. Si algunos miles de años atrás nuestros antepasados cazadores recolectores nómades dejaban abandonados a su suerte a los enfermos y ancianos que ya no podían seguir a la tribu, quizá en el futuro no nos produzca ningún dilema ético la eutanasia por cansancio o definir una fecha de caducidad como medida para preservar la especie y el planeta.
El año acaba de empezar y avanza rápido. La tecnología aplicada a todos los órdenes de la vida y la economía parece ir aún más rápido que el tiempo guiando y modelando los acontecimientos, el comportamiento y la cultura. Seducidos por la conectividad, también nos sirve como cabeza de turco sobre la que arrojar todas las culpas y males que nos afligen como sociedad y como individuos. Para Giorgio Griziotti, autor del libro Neurocapitalismo, la mediación tecnológica, si bien puede considerarse una herramienta potencial para la formación de lo común, también está creando subjetividades híbridas moldeadas por lógicas disciplinarias de control biopolítico.
Más allá de esa ingeniería social, en las profundidades de la sociedad tecnológica acelerada la soledad fluye silenciosamente como una corriente subterránea. Conexión no implica vínculo y aun cuando la soledad como inquietud existencial ha existido y existirá siempre, hoy se producen cada vez con más frecuencia actitudes de aislamiento y confinamiento radical autoimpuesto o forzado. Lo que comenzó a observarse como un fenómeno específico de la cultura japonesa que para esos casos acuñó el término hikikomori, es considerado en la actualidad como una (otra) epidemia global. El anacoreta contemporáneo se multiplica y tanto está llegando a impactar el fenómeno que, en 2017, el Reino Unido fue el primer país en crear un Ministerio para la Soledad. Vivimos un período de transición y nuestra adaptación o desadaptación a la tecnología puede hacer aflorar situaciones o desórdenes complejos, porque tal vez en esa relación la biología y la psique no son capaces de avanzar al mismo ritmo que los ingenios que inventamos. Nos entregamos a ellos en el espejismo de fortalecer nuestra autoestima en un juego de miedos y vanidades del que solo algunos sacan provecho, poder y beneficios.
Somos un mono mecanicista. De las primeras herramientas complejas del sapiens al smartphone, las redes, los drones teledirigidos, la nanotecnología, la inteligencia artificial o la explotación indiscriminada de recursos que termina por descompensar el clima del planeta provocando nubes de humo capaces de volar sobre el océano miles de kilómetros, parece haber un abismo, pero no estamos tan lejos. En La conquista social de la Tierra, el biólogo Edward Wilson dice que “hemos creado una civilización de Star Wars, con emociones de la Edad de Piedra, instituciones medievales y tecnología de dioses”.
Progreso no es evolución. La tecnología es aséptica y objetiva. Tal vez nos adaptamos a las innovaciones que nos facilitan, cuando no nos complican, la vida material mientras que nuestras emociones permanecen enraizadas en el lejano despertar de una especie llamada a conquistar el planeta por la cooperación y la técnica. Nunca las cosas fueron fáciles. En lo colectivo fundamos nuestros logros y ahogamos nuestro miedo. Quizá la soledad de nuestro tiempo es la herencia que permanece en nosotros de aquel humano primitivo perplejo ante la incertidumbre de la vida, la inmensidad de la naturaleza y la fragilidad del ser. La misma extrañeza que todo hombre experimenta ante el abismo cuando se enfrenta a la grandeza y el vacío de la existencia y asume su soledad.
Los acontecimientos se atropellan y el año avanza rápido. La ansiedad ante la incertidumbre refleja la inquietud del mono mecanicista que ha olvidado que más allá de sus sofisticadas herramientas, está fuera de su alcance controlar todo lo que sucede a su alrededor. Y que hoy, como en las noches en las que dormía a cielo abierto, el origen de su desasosiego no es la tecnología, es la soledad.