Duchas cortas. Verónica Echeverría

Llevo tres horas mirando la sombra de la palmera proyectada en la pared. Sigo sus movimientos circulares a través de los muros de mi pieza. Lo toca y atraviesa todo, menos a mí. Atrás está su casa en todas sus estaciones: con las ventanas abiertas durante el verano y el jardín seco y amarillento en otoño, como la vi por última vez.

Primero fue un hormigueo. Un hormigueo gaseoso que se acentuó hasta volverse sólido y omnipresente acompañado con la sensación de amenaza de algo no concreto y escurridizo. Impresiones de poca importancia en sus orígenes, pero que fueron presentándose, con las semanas, de forma más intensa y frecuente en lugares y situaciones inesperadas. Decisiones apresuradas, llamadas a media noche y visitas no anunciadas motivadas por razones siempre superiores e impostergables. Todo de carácter sustancial e irrenunciable y de intenciones honestas y nobles.

Es un acto honorable, me decía en un tono vibrante que se proyectaba hacia las alturas cada vez que la micro doblaba por las calles para justificar esos arranques de ansiedad que me llevaban a su encuentro tras una pelea. Algo que nadie hace y que me posicionaba, automáticamente, en la calzada de los valientes. 

Aún conservo la imagen mía en los paraderos esperando la micro o a las afueras de su casa alentándome a tocar la reja. No tenían timbre y no contestaría el celular. Yo doy pequeñas vueltas de lado a lado esperando que la puerta se abra. Él puede dormir, darse el lujo de dormir. Pensaba cada vez que lo veía abrir la puerta en zapatillas de levantar, medio aletargado. Yo me resistía unos segundos a cruzarla para luego hacerlo con indiferencia, una indiferencia cabizbaja. Entrar me devolvía cierta tranquilidad que orgullosamente renegaba y ocultaba. 

Esto también se presentaba en actos de la vida diaria. Impaciencia al cocinar, la falsa sensación de creer que se va atrasado a todas partes, preguntar por la hora y que sea tarde sin importar la respuesta, el mal hábito de comerme las uñas, mis duchas fugaces y la forma de jabonarme. Recuerdo un momento en el que me vi desde arriba mientras me jabonaba y sentí vergüenza al ver la brutalidad y rapidez con la que pasaba la esponja por mi cuerpo. No disfruto la ducha. Y entonces, arbitrariamente, empecé a medir los tiempos de las personas según la duración de sus duchas y otras cosas. Él era de duchas largas, eternas. Diferencia que me producía un dolor pasajero. 

El hormigueo fue modelando mis impresiones. Me gustaría decir que se trataba de un común acuerdo entre todas mis partes, y quizás lo fue. Había burlado mis mecanismos de defensa y estos impulsos a los que era indiferente, adoptaron un discurso ciego de virtudes que lo justificaba y cohesionaba todo. Luego vinieron las mentiras camufladas en una voz desobediente que corregía y anulaba el orden de las cosas: tendrás una nueva corte, conseguirás esto o lo otro, si no hubiera, si no fuera, si tú fueras, si tú hubieras, casi azul, volveré mañana al amanecer. Una voz que se levantaba y confabulaba en mi contra, originando dolorosos malos entendidos. 

Reconozco mi incapacidad de ver las cosas cuando no son expresadas verbalmente y quizás allí residió todo. Palabras que ocupaban un lugar protagónico pero que no fueron pronunciadas. Manipulación y anulación de la realidad. Ejercicio en el que llegué a encontrar gran consuelo. Esto marcó el ritmo de los días y había llegado a un punto en el que discutía desde y contra mi calzada. Diálogos interrumpidos que acabaron definiéndolo todo y a partir de los cuales fui adornándolo a él como quien adorna un árbol de navidad: es como, tiene esto, es bueno cuando, una vez él, no olvides cuando, olvida cuando, no importa si, quizás él pueda, no quiso, él quería pero, será. 

 

+ Verónica Echeverría (Santiago, 1992), estudió literatura y actualmente trabaja como profesora de español.
+ Imagen: David Hockney