En 1954, Gabriela Mistral pisó Chile luego de haber pasado años sin venir. Llegó y miles de personas la esperaban, atestadas en las calles. Acudían solo para poder verle el brazo. Pasados 60 años, las calles se llenaron cuando el equipo de futbol chileno consiguió traer la Copa América. Lo que nos queda a los que leemos, es proyectar que el motivo que llevó a tanta gente a la calle fue el mismo.
La historia se aceleró a tal punto que todo cambió radicalmente ¿y donde está ahora la poesía? Nadie sabe. Pero aun cuando la atención haya disminuido, se conserva un pequeño pedestal donde poder lucir poemas.
Con la segunda edición de Ya no van a haber robots (Lecturas Ediciones, 2018) se plantea una posición en ciernes sobre cómo se está construyendo un ideario generacional en la poesía chilena.
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Mientras Zurita apaleaba a un difunto Parra en un diario de circulación nacional, recordé un prólogo que dice:
“El panorama poético hispanoamericano fue remecido por Parra y muchos dieron cuenta de su influjo. Ejemplo de ello es Enrique Lihn, reconocido por Parra como su mejor discípulo. Y la gracia de Jorge Teillier fue mantenerse fuera de la influencia nerudiana y antipoética y crear su propio univeso ”.
Se me ocurre que en el panorama literario (y específicamente en la poesía) siempre han existido los escritores de la línea de fuego. Por lo mismo, existen también aquellos que se esconden atrás, rezagados. Si hace años Teillier puso una distancia respecto a la antipoesía, pienso que lo hizo con el fin de crear un imaginario lateral, independiente, que hablaba de otras cosas. Diferente, y por cierto, distante de lo otro. El acudir al lar, al verso pensado en su fuerza como tal y a la aversión hacia el crudismo de la poesía norteamericana, lo posicionó como un poeta que estaba, en esa época, pensando en otras cosas.
En Ya no van a haber robots aparece este crudismo -y la tradición poética norteamericana- como la bandera que más rápido se reconoce. Con versos rápidos, secos, atravesando como un filo, estamos frente a un libro que arma un entramado heredado de la cultura norteamericana. Sin embargo, se produce un punto de quiebre en varios textos, donde nos topamos con versos que ponen otra nota al tono general del libro y nos devuelven a lugares que habitaron nuestros abuelos. Se dejan notar ciertos guiños a poetas como Pablo de Rokha o Jorge Teillier.
Olores a té y pan tostado, “los pasillos huelen a té y pan tostado”, perros que ladran en la lejanía, “La luz no calienta/ y el ladrón ve/ a los perros ladrar/ con los ojos cerrados”; o el último poema, son sin dudas un reconocimiento a cierta poesía nacional. Estas referencias se encaminan con independencia y desinteresadamente, con la libertad de usarlas solo porque aportan a construir su propio imaginario tan diferente al de Teillier o al de de Rokha, y se alejan del ya masticado homenaje.
En Ya no van a haber robots reside el logro de poder emanciparse de la tradición, sin desdeñarla, construir su propio motel con un cuadro de sus referentes colgado en la pared. Como edificio que aparece casi tangible, el libro es el esqueleto de un imaginario basado simplemente en la libertad de poder hacerlo.
Sola y con bastante energía, parece que la autora se prepara para una larga caminata, que en los inicios estuvo dado con buen pie.
Ya no van a haber robots
Florencia Edwards
Lecturas Ediciones
$8.000
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