Juan Rodríguez M.
IV. Inocencia posmoderna
Parte de lo que Fisher llama realismo capitalista —“el capitalismo no es ya el mejor sistema posible, sino el único sistema posible”— es “el éxito rotundo del capitalismo al momento de gestionar a su oposición”, en particular desde 1989. Con esa fecha, por supuesto, Fisher apunta a la caída del muro de Berlín, pero también podría tener un sentido para los chilenos: 1989 es el último año de la dictadura, sucedida por la Concertación, que es el ejemplo chileno de la capacidad del capitalismo neoliberal para gestionar a su oposición. Fue Jaime Guzmán, el líder civil de la dictadura militar, quien dijo que el triunfo de su sector quedaría sellado cuando sus opositores, la izquierda, defendieran sus ideas. O sea, para decirlo con Gramsci, cuando el neoliberalismo fuera hegemonía. Pues bien, la historia reciente muestra que esa hegemonía se instaló, que el capitalismo gestionó a su oposición: la Concertación se convenció, nos convenció, de que sólo se podía gobernar con políticas de derecha; se convenció, nos convenció, de que para llegar al poder, y mantenerse en el poder, la izquierda debía ser derecha. Y no deja de ser comprensible que ocurriera así: no sólo porque el neoliberalismo defina en general nuestra modernidad, nuestra cotidianidad, y entonces nos haga sentido y lo vivamos día a día, también —específicamente— porque si algo dejaron claro el golpe de Estado de 1973 y el terrorismo de Estado es que, cualquier innovación en lo que al capitalismo se refiera, la respuesta puede ser terrible. Es más, diría que, a sabiendas o no, esa advertencia, esa amenaza está detrás de quienes, desde la derecha, cuestionan al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos por no mostrar “el contexto” del golpe y el terrorismo de Estado: lo que dicen esos críticos es que, dado cierto “contexto”, se sigue un golpe de Estado y el terror. Tuvieran o no en mente eso los políticos de la Concertación, lo cierto es que la izquierda aceptable, y exitosa, en el consenso posdictatorial fue una izquierda neoliberal. Una izquierda gestionada, en el caso de Chile, por Jaime Guzmán y la derecha… “era imposible cubrir por izquierda el tablero del posfordismo y […] todo lo que podíamos esperar no era más que una versión mitigada del despliegue neoliberal”, escribe Fisher. Quien también habla de la destrucción repentina del mundo socialdemócrata que forzó a los trabajadores “a entrar en el juego de la competencia individualista y en el terreno ideológico que naturaliza dicha competencia. Muchos son los que nunca se recuperaron del shock traumático de la destrucción repentina del mundo socialdemócrata basado en la organización fordista”. La pregunta, para nosotros, chilenos, es: ¿Qué pasa en casos como los de Chile, donde, salvo los intentos de Aguirre Cerda, Frei Montalva y Allende, nunca tuvimos ese mundo socialdemócrata? ¿Qué pasa cuando ni siquiera se puede apelar a la nostalgia? ¿Eso nos sumerge todavía más en el realismo capitalista? Tal vez. O tal vez nos ahorra quedarnos atrapados en la nostalgia, ¿y nos deja mejor preparados para otra novedad, para otra realidad?
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El cuento posmoderno es, como ya vimos, que ya nadie cree en los metarrelatos. O sea, el cuento es que antes se creía en los metarrelatos, que las personas vivían inmersos en un mundo lleno de sentido, cierto y seguro. El cuento es que, hasta nosotros, la humanidad era inocente.
Creer en la inocencia del pasado revela lo muy moderna que es la posmodernidad. No es otra cosa que la reproducción del gesto ilustrado que veía en la historia de la humanidad el paso de la infancia a la adultez. Pues bien, hagamos un ejercicio de ingenio y digamos que nuestra inocencia es creer que nuestros antepasados eran inocentes; digamos que nuestro metarrelato es creer que hubo un tiempo en que se creía en los metarrelatos: que hubo un tiempo, un paraíso, ya perdido, lleno de sentido. Nuestra inocencia es creernos todavía ilustrados y ser a la vez románticos. Nuestra inocencia, en fin, es ver, es suponer, es representarnos la inocencia de otros y no la nuestra. Esa es nuestra inocencia, nuestra ideología, creer que hemos detenido o que hemos descubierto la detención de la historia, el fin de la historia. El cinismo posmoderno no es nada cínico, o tal vez sí, es adolescente, es muy, muy serio, cree que descubrió la pólvora, que el mundo es corrupto, que la verdad no existe, y se lo enrostra a los adultos.
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El valor de Kafka como “comentarista” de la burocracia y el totalitarismo radica en que reveló “una dimensión del totalitarismo que no se ajusta al modelo de la burocracia”, dice Fisher. Es el ya mencionado modelo del estalinismo de mercado, de la evaluación y control constante de los procesos. Lejos de la vieja y pesada inspección estatal, la de hoy es “suave” y “se corresponde al pie de la letra con la distinción que hace Kafka entre la absolución ostensible y la postergación indefinida”. Ya que la absolución definitiva no existe, es un mito, en la absolución ostensible el acusado pide que el proceso en su contra sea suspendido, de modo que en la práctica queda libre y despreocupado, hasta que el caso se reabra. En cambio en la postergación indefinida el caso queda en los tribunales de primera instancia, siempre abierto, no hay condena, pero el acusado nunca puede relajarse, nunca puede sentirse libre.
Fisher dice que en el capitalismo tardío tal vez sean menos los inspectores que controlan nuestro trabajo, e incuso sean menos las inspecciones generales anuales, pero no importa, porque somos nosotros mismos, los profesores, por ejemplo, los que se las pasan llenado formularios con lo que han hecho y piensan hacer, evaluando a otros y autoevaluándose con toda “libertad”, sin saber para qué, o peor, sabiendo que para nada, porque no queda otra, pero salvando las apariencias. Con esas viejas inspecciones, fordistas, teníamos absoluciones ostensibles; hoy, con las livianas, la sentencia se posterga indefinidamente: “La visión kafkiana del laberinto burocrático como un purgatorio sin fin coincide con la afirmación de Zizek de que el sistema soviético era un “imperio de los signos” en el que incluso los miembros de la Nomenklatura, entre ellos Stalin y Molotov, debían interpretar una compleja serie de signos sociales. Nadie sabía qué era lo que había que hacer; lo único que podía hacer cada individuo era tratar de adivinar el significado de distintos gestos y directivas”. ¿No pasa algo similar cuando llamamos a un call center a reclamar por algún mal servicio? ¿No quedamos atrapados en un laberinto donde nadie sabe qué hacer, pero hacen como que hacen? ¿No les ha ocurrido que ingresan un reclamo, les responden que no pueden ayudarlos o, peor, lo resuelven ustedes y luego les llega un mensaje que dice algo como “caso número X: resuelto? ¿No les ha tocado a ustedes mismos inventar alguna explicación en el trabajo que no responda nada, pero al menos responda? Decía Nietzsche que preferimos creer en nada antes que no creer; y en una de las canciones de Sumo, Luca Prodan canta “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. La burocracia posmoderna se parece a eso. “Lo que encontramos en el capitalismo tardío —escribe Fisher—, en el que resulta imposible llamar a una autoridad oficial que ofrezca una versión definitiva de cualquier hecho, no es sino una intensificación grotesca de esta ambigüedad”. Una intensificación del imperio de los signos. Cuando se hacen informes y llenan formularios, cuando lo hacen los profesores como Fisher, por ejemplo, sabemos que el asunto es no esforzarse tanto, no tomarse tan en serio el asunto, y cumplir. Recordemos, lo que importa es la apariencia. A eso apunta Fisher en las siguientes palabras: “Al invocar la idea de que “No hay alternativa” y recomendarles a los docentes “ser más astutos en lugar de trabajar más duro”, el realismo capitalista fija la tónica para las disputas laborales que pueden ocurrir al interior del posfordismo. Terminar con el régimen de inspecciones, según la observación sardónica de un profesor, parece más difícil que el fin de la esclavitud. Este fatalismo sólo enfrentará un desafío serio si emerge un nuevo sujeto político (colectivo)”.
Podríamos pensar, pues, en lo siguiente: una novela —un texto, un tejido—, ¿es un gran aparato burocrático?, ¿un juego de interpretaciones?, ¿un imperio de signos, de imágenes, de ideas, de apariencias, de referencias que postergan indefinidamente el sentido que en realidad no tiene? Y, entonces, la sociedad, y singularmente la sociedad capitalista, ¿es una gran novela? De hecho, uno de los tantos biógrafos de Marx, Francis Wheen, cree que El capital, la obra, el libro, es una novela gótica, una gran y moderna sátira de la sociedad capitalista, con todos sus absurdos y miserias. Y si el capital (y El capital) es una novela, tal vez haya que escribir otra novela, otro sujeto político, un nuevo protagonista. La vida es lucha, decía Marx; y el protagonista, sabemos, es el primer (protos) luchador o jugador (agonistís). O sea que, y perdonen la obviedad, ¿hay que renovar la lucha?, ¿dejas atrás las demandas socialdemócratas —salarios, regulaciones—, las de un mundo que ya no existe? Ahora, claro, decirlo y escribirlo es más fácil que hacerlo y mostrarlo.
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Descontando eso que llaman Estado de derecho y leyes, el neoliberalismo necesita del Estado al menos de dos maneras: cuando se trata de transferir fondos públicos a los privados (y, bueno, también para regular centralmente el valor del dinero a través de esa no poco marxista institucionalidad llamada Banco Central); en ese caso el “gasto público” no es problema, el problema solamente es que se financien servicios sociales (entre paréntesis, por eso la política de gratuidad universitaria realizada por gobierno de Michelle Bachelet, un voucher, es una política neoliberal no a pesar de ser una política estatal, sino porque es estatal). Decía que el neoliberalismo necesita del Estado cuando se trata de transferir fondos, pero también como una suerte de chivo expiatorio: en la sociedad neoliberal, la del Estado mínimo (supuestamente), se sigue culpando al Estado de los problemas sociales. En la sociedad neoliberal las virtudes son privadas y los defectos son públicos: se privatizan los servicios y, cuando no funcionan, la culpa es de Estado que no fiscaliza o que privatizó los servicios; se incendian miles de hectáreas y culpamos al Estado de servicios mínimos, precarios, por no apagar los incendios; se privatiza la seguridad social, y cuando no da el ancho, el Estado debe poner la diferencia; se obliga a los estudiantes a endeudarse con la banca (porque el Estado no tiene plata para eso), y la deuda la termina pagando el Estado (que sí tiene plata para transferirle a la banca). O sea, no queremos Estado, pero reclamos cuando no está. ¿No se ha convertido el Estado —si es que no lo ha sido siempre— en una fachada del mercado, de los grandes intereses privados? “Aunque ya fue ampliamente diezmado por el tándem neoliberalismo y neoconservadurismo, el “Nanny State” sigue siendo el concepto capaz de asustar al realismo capitalista: el fantasma de Estado grande sigue desempeñando un rol libidinal esencial”, dice Fisher. “Allí está para que se lo culpe de su fracaso para actuar como un poder centralizado, de la misma manera en que Thomas Hardy se enfurecía contra Dios por no existir”. Al parecer, dice Fisher, en el capitalismo global, donde los estados nacionales, y qué decir los gobiernos locales, poco y nada tiene que hacer o decidir, donde somos interpelados como consumidores, no podemos evitar vernos como “ciudadanos de pleno derecho”. ¿Quizás esa puede ser una brecha a explotar contra el capital? Aunque antes la pregunta es si en el capitalismo global seguimos siendo ciudadanos. Podemos representarnos como tales, pero quizás eso es sólo parte del juego, del Estado como fachada. (¿Fachada de qué? Del mercado y los grandes interese privados, dijimos, o dije, pero, ¿podemos identificar realmente a esos intereses, individualizarlos? ¿Podemos, por ejemplo, culpar a alguien de la crisis medioambiental? “Por el contrario —dice Fisher—, es obvio que es la estructura la que genera los vicios, y que mientras permanezca, los vicios se reproducirán”.)
¿Y entonces?
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El capital es el gran relato y como tal hay que contarlo. Sobre todo hoy, cuando huele que el neoliberalismo es inercia y no inventiva; cuando de la revolución neoliberal sólo queda la burocracia. Y ya sabemos que en el mundo real existe la fricción, el roce, no el espacio puro, y entonces toda inercia está condenada a la parálisis. “Si el neoliberalismo pudo triunfar al incorporar los deseos de la clase trabajadora post-1968, una nueva izquierda podría empezar por construirse sobre los deseos que el neoliberalismo ha generado, pero que no ha logrado satisfacer”, dice Fisher. “Por caso, la izquierda debería mostrarse capaz de otorgar aquello que el neoliberalismo no pudo: una reducción masiva de la burocracia. Se trata de una nueva batalla por el trabajo y aquellos que son capaces de controlarlo, una afirmación de la autonomía del trabajador (lo opuesto del control gerencial) junto con un rechazo de ciertos tipos de trabajo, aquellos pautados por auditorías permanentes y gigantescas, típicas del régimen posfordista”1
V. El tiempo perdido
“Intenté hablarle, al encargado, al oído, me respondió con un guiño de cerdo y sólo con gestos me enseñó, muy paciente, la sencillísima maniobra que yo debía realizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego de al lado, que las calibraba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas”, dice Ferdinand, el protagonista de Viaje al fin de la noche de Céline, cuando entra a trabajar a la Ford.
No es extraño que entre las principales reivindicaciones (y logros) del movimiento obrero esté la jornada laboral limitada. “Ocho de trabajo, ocho horas de recreación, ocho horas de descanso”, u “888”, era el lema de los sindicalistas en el siglo XIX. No es extraño, digo, porque el capital dispone de nuestro tiempo. Y sigue haciéndolo, pero más y mejor que antes, como saben las personas de este mundo de “jornadas flexibles” y “parciales”, trabajo “freelance” y disponibilidad 24/7 gracias a las ya no tan nuevas tecnologías de la comunicación. No es difícil imaginar, por ejemplo, que el estatuto laboral juvenil que quiere aprobar el gobierno de Sebastián Piñera resulte en empleos nominalmente parciales —digamos, de dos horas en la mañana y otras dos en la tarde—, que en realidad son de seis u ocho horas efectivas, o sea, con dos o cuatreo horas regaladas. Es decir, que termine en esa “flexibilidad” que ahora llaman “adaptabilidad” y que suele ser precariedad. El asunto —los contratos a tiempo parcial— es un tema hoy mismo en España, precisamente porque lo que ocurre es que gente contratada y remunerada parcialmente en realidad trabaja totalmente: no es sólo que, según la Comisión Europea, se hayan generalizado los contratos temporales, es que muchos de ellos en realidad son jornadas completas sin los beneficios de la misma… y si no te gusta te vas, porque hay una fila de gente esperando tu puesto. De nuevo prima la apariencia, y regalamos tiempo, regalamos capital.
Gracias a Kant sabemos que el tiempo es una forma de nuestra sensibilidad, de nuestra percepción o conciencia del mundo, es decir, aquello con lo que construimos la experiencia, pero no la experiencia solipsista, sino la experiencia común —hoy diríamos intersubjetiva—, el mundo, esa que hace relato de la evanescencia de la realidad. En Kant, la otra forma de la sensibilidad es el espacio, pero Heidegger, en su lectura creativa de la filosofía kantiana, nos enseña que lo fundamental es el tiempo o, mejor dicho, la temporalidad, eso que hace posible la unidad de la existencia. Y el capital, decía, dispone de nuestro tiempo, o sea, de nuestro cuerpo, y de nuestra mente, que también es cuerpo: de nuestra subjetividad. No sólo de la mía, insisto, sino de la nuestra. Y entonces, en el capital, la cuestión es el tiempo… es la lucha por el tiempo. La lucha por la temporalidad que somos.
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Debiera llamar la atención que la liberación femenina apunte demasiadas veces al trabajo, a la vida económica. A salir del hogar para trabajar en igualdad de condiciones. ¿Por qué no pensar la lucha feminista también como una en la que todos, mujeres y hombres, tengamos tiempo propio, tiempo de hogar, por ejemplo, o en todo caso tiempo no laboral? O para decirlo en bruto: que la reivindicación sea que todos trabajemos menos, no más; que nos roben menos tiempo a todos y no que le roben más a las mujeres. Una disminución del trabajo que, claro, incluye los tiempos de trabajo doméstico (todavía gratuito), en la medida que estos sirven al capital, lo subvencionan incluso, por ejemplo, criando mano de obra sin compensación alguna, con recursos propios. ¿Cuál fue una de las respuestas de Sebastián Piñera a las demandas a la ola feminista chilena de mayo de 2018? Horarios laborales flexibles y “teletrabajo” para que las mujeres puedan compatibilizar el hogar y el trabajo, o sea, la yuxtaposición del trabajo no remunerado y el remunerado. Es una perfecta, una eficientísima política neoliberal para, aparentemente, “ayudar” a las mujeres a insertarse en el mercado laboral, para, aparentemente, favorecer su emancipación. Es perfecta o eficientísima porque superpone los tiempos de ambos trabajos y así se ahorra los costos de su separación, son dos trabajos por el precio de uno: las mujeres ya no tendrán que restarle tiempo al trabajo público para hacer el privado, ni viceversa; ni siquiera gastaran luz o café de la empresa, sino la luz y el café propios. La emancipación se transforma en un regreso al hogar, pero no para tener tiempo libre, no para trabajar menos, sino que para trabajar ya no sólo en tareas del hogar. El asunto, parece, es trabajar todo el tiempo. En otras palabras, el trabajador trabaja más y mejor para que el capital acumule más y mejor. Por eso digo, debiera llamar la atención que la liberación femenina apunte demasiadas veces al trabajo, porque no vaya a ser que la emancipación sea en realidad una entrega total al capital. Una especie de fordismo hogareño, solo que la encargada o capataz de la trabajadora es la propia trabajadora, y que la rutina es multitarea.
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En este contexto, que podríamos llamar “el tiempo perdido”, ¿no se puede ver la psicoterapia como la compra de una hora de tiempo? Y si es así, ¿para qué compramos esa hora?, ¿para seguir funcionando? ¿Podríamos entender la destrucción del concepto de lo público o, sin más, la destrucción de lo público cara al neoliberalismo como la privatización del tiempo? ¿Ya no hay repúblicas, solo privilegios: una masa de privacidades y no asuntos públicos? Kant, filósofo de la ilustración, de la razón pública y, como vimos, del tiempo como intersubjetividad, fue también el filósofo de la autonomía: un ser moral, dijo, es un ser autónomo, uno que descubre en su propia razón el imperativo de tratar a los seres humanos, a uno mismo y a los otros, no sólo como medios, no sólo como recursos, sino también como fines en sí mismos. Si bien se trata de una ley categórica, universal, es también autónoma en cuanto es la razón la que se la impone a sí misma. Digo esto, pues se me ocurre que la privatización del tiempo podría ser una suerte de heteronimización del tiempo: son otros los dueños de mi tiempo y de nuestro tiempo; esos otros dictan la ley, el tiempo. Y, al revés, podríamos pensar, cuando hay espacio público, libre, hay autonomía del tiempo. Hay ocio y, otro lugar común, no sólo negocio. No sólo trabajo. Quizás esta autonomía del tiempo, este derecho al tiempo, sea otro sentido del derecho a propiedad, un sentido no neoliberal: la propiedad como autonomía, la autonomía como tiempo propio, como tiempo libre: libre del tiempo del capital. Porque en el capital, el tiempo, y entonces nuestra humanidad, es sólo medio, sólo recurso; y no también un fin en sí mismo. Lo único que tenemos son nuestros cuerpos, nuestro tiempo; nuestros cuerpos y nuestro tiempo son nuestra vida. Esa es la humanidad. Cuando Descartes dijo que éramos una cosa extensa y una cosa pensante, lo que decía, tal vez, era que somos espacio y tiempo, cuerpo y conciencia. ¿No es esa es la propiedad a la que tenemos derecho, la propiedad que fundamenta, que posibilita cualquier otra propiedad?
Entonces, una política de izquierda, neo-realista, tiene que disputar el tiempo, los cuerpos. ¿Qué herramientas usar para esa lucha? La tecnología, claro, las nuevas tecnologías, la nueva realidad. Es decir, aquello hoy ocupa “nuestro” tiempo y que cada vez más se imbrica con nuestros cuerpos. “El ciberespacio vuelve obsoleto el concepto clásico de “espacio de trabajo”. En un mundo en el que se espera de nosotros que podamos responder a un e-mail de trabajo casi a cualquier hora del día, el trabajo no se limita ya a un lugar o un horario”, advierte Fisher. Ya dijimos que no es extraño que el sindicalismo luchara por limitar la jornada laboral, es decir, por tener tiempo. El problema es que nuestro tiempo ya no es el de ellos. Digamos: ¿Sería posible, tendría sentido un sindicato de conductores de Uber?, ¿o el sindicalismo, tal como lo conocemos, es una respuesta a otro tiempo, al tiempo de la fábrica? “El colapso del bloque soviético —anota Fisher— y el repliegue de movimiento obrero a escala global no se ha debido sólo, ni fundamentalmente, a una falla en la voluntad o en la disciplina de los cuadros. Al contrario, fue la desaparición de la economía fordista y de sus estructuras disciplinarias concomitantes la que nos impide continuar con las viejas instituciones políticas y los viejos modos de organización social, etc. del campo de las clases trabajadoras, justamente porque ya no se corresponden, estos modos, con las formas reales del capitalismo contemporáneo y las subjetividades emergentes que lo acompañan o plantean el debate”. Si nuestra pulsión o tiempo es el consumo, la flexibilidad; si deseamos ir a Starbucks y tener un iPhone, ¿tiene sentido una izquierda quietista, regulatoria, nostálgica? ¿Es imposible una izquierda libidinosa que no sea neoliberal? Fisher hace una observación muy, muy sugerente: que lo que se condena de Starbucks es lo mismo que se reprochaba del comunismo: “su carácter genérico, homogéneo, su capacidad de erradicar la individualidad y la iniciativa de los empleados”. ¿No dijimos ya que el mall es un invento socialista? (¿No es Chile la tierra del mall? ¿No logramos, en Chile, desarrollar un concepto y realidad propios de mall?, ¿el mall urbano?) ¿No hay allí una pulsión, anterior a tal o cual sistema social, de la que hacerse cargo? Heidegger describió la época técnica como aquella en la que el río es fuente de energía eléctrica y, según dicen, Tolstoi escribió que hay quienes al entrar en un bosque sólo ven leña; del mismo modo podríamos preguntar, ¿por qué ver sólo capitalismo en un Starbucks? “Al mismo tiempo —continúa Fisher—, es esta especialidad genérica, más que el café caro y mediocre que ofrece, lo que explica buena parte del éxito de Starbucks. Empieza a parecernos que, más que haber una convergencia inevitable entre el deseo de Starbucks y el deseo de capitalismo, lo que hace Starbucks es alimentar deseos que sólo puede satisfacer parcial y provisionalmente. ¿Qué nos impide pensar, en definitiva, que el deseo de Starbucks es el deseo reprimido de comunismo? ¿Qué es este tercer espacio que Starbucks ofrece, un espacio que no es el hogar ni en trabajo, sino una prefiguración degradada del comunismo mismo?”. ¿Tal vez ese tercer espacio sea el espacio público, nuestro tiempo, el desvío de la rutina del que hablaba Giannini —el bar, la plaza—, la resistencia de Ruiz? Quién sabe. Decía Marx que veía aparecer el comunismo en las reuniones y conversaciones de los obreros franceses: “Cuando los artesanos comunistas se reúnen —dice Marx—, en un primer momento el propósito de sus reuniones es la doctrina, la propaganda, etcétera. Pero a medida que avanzan las reuniones, se apropian de una nueva necesidad, la necesidad de la sociedad, y lo que aparecía como un medio se convierte en un fin. Se puede observar este movimiento práctico y sus resultados más brillantes cuando se asiste a una reunión de los trabajadores socialistas franceses. Ya no se apela al fumar, al beber, al comer, etcétera, como formas de relación y unión. Les basta la sociedad, la asociación, la conversación, que, a su vez, tiene como objetivo la propia sociedad”. ¿Podríamos descubrir esa necesidad de sociedad —la reunión y la humanidad como fin y no como mero medio—, en un Starbucks? “¿No podemos […] pensar en la cultura del capitalismo de consumo, con sus comidas rápidas, sus restaurants autoservicio, sus hoteles anónimos y su vida familiar desintegrada, como una prefiguración tenue de aquel campo social que imaginaban los primeros planificadores soviéticos como L. M. Sabsovich?”. Si pensamos así, se llena de sentido ese lugar común, muchas veces despectivo, que llama al mall la nueva plaza pública. ¿Por qué no pensarlo entonces?
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Hay que hacerle preguntas al capital. ¿La flexibilidad y la especulación son necesarias para mantener y aumentar la concentración de capital? O sea, ¿la flexibilidad y la especulación no son necesarias?, ¿no es necesaria, sin más, para una economía sana, real?
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Tal vez el asunto no es que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, sino que imaginamos que el fin del capitalismo sería el fin del mundo; el fin del tiempo, nuestro fin. Y eso es, por decirlo menos, contrantuitivo, pues si hubo seres humanos antes del capitalismo, puede haberlos después.
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VI. Neo-realismo
Hablamos o les hablé de la sociedad como novela, del capitalismo como novela. Tal vez podríamos especificar: como una novela de César Aira. O sea, una novela u obra que, como Tristam Shandy, y la Odisea, y por qué no El Quijote, llena de desvíos, y entonces de posibilidades. Eso nos daría más derecho… más esperanza para pensar ¿por qué el ser y no la nada?. En Facebook encontré este texto de Francisco Garamona, a propósito de la publicación de César Aira, un catálogo; yo destaco: “En Impresiones de África de Raymond Roussel, uno de los libros más secretos y míticos de la literatura de vanguardia, hay un barco que viene a la Argentina pero a causa de un naufragio nunca llega. Igual, como las novelas son puro desvío, ese dato carece de importancia. Porque el destino de ese barco fue dejar entre nosotros un legado repleto de posibilidades. La obra de César Aira surgió bajo estas premisas y fue hacia un nuevo realismo. Él es el náufrago imaginario de Roussel, y como tal tuvo que volver a inventar el mundo. Porque quizás el deseo de transformar la vida no sea más que el de querer cambiar el arte. Ya que sus libros, múltiples y geniales, hace tiempo que han dejado de ser literatura para convertirse en otra cosa. Para mí que él es un artista conceptual que usa la escritura porque es lo que tiene más a mano. En su obra no hay libros buenos o malos ya que conforman un trazado continuo que ilumina el presente y el porvenir. Él es el último surrealista. El artista del mañana. Ya sabemos que las historias de la literatura cuentan otras historias, llenas de riesgos y cambios de tono. El sueño del arte es dotar a las cosas de vida. Volver reconocible lo que antes sólo habitaba la imaginación. Cuando pensamos con Ricardo Strafacce en la necesidad de hacer este catálogo, conmemorando los cien primeros títulos publicados por César Aira, intuimos que, además de ser una celebración y un homenaje, sería también un instrumento de consulta para sus lectores y estudiosos. César Aira, un catálogo, como escribe Strafacce en el prólogo de este volumen, es un museo de la felicidad”.
Y fue hacia un nuevo realismo… tuvo que volver a inventar el mundo… el deseo de transformar la vida… querer cambar el arte… volver reconocible lo que antes sólo habitaba la imaginación. Y entonces, y perdonen que me repita: Nietzsche lo dijo antes y de manera más bella: “Sólo a través del olvido de aquel mundo primitivo de metáforas, sólo a través del endurecimiento e inmovilización de una originaria masa de imágenes en fluida ebullición que rebosa desde la capacidad primitiva de la fantasía humana, sólo a través de la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en suma, sólo a través de que el hombre se olvida como sujeto artísticamente creador, vive él con alguna tranquilidad, seguridad y consecuencia: si él pudiera salir sólo por un instante de entre las paredes de la prisión de esta creencia, entonces se acabaría de inmediato su «autoconciencia»”. Deberíamos preguntarnos, entonces: ¿en el capitalismo actual todavía vivimos con alguna tranquilidad, seguridad y consecuencia? O, al revés, luego de treinta años, en Chile y el mundo, ¿el neoliberalismo perdió su fuerza creadora de sentido, convocante, ordenadora y pasó a una fase inercial? Después de la bonanza, ¿será que ya nos aburrimos?
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Tal vez la mayor esperanza contra el capitalismo sea la historia, la constatación de que toda forma social, por asentada y obvia que le haya parecido a quienes la habitaban, es contingente, inmanente, y así como ha aparecido también ha desaparecido. Esa esperanza que recoge Leibniz en esa pregunta inútil, y quizás por eso anticapitalista, ¿por qué el ser y no la nada?, ¿por qué esto y no otra cosa? Es una esperanza vaga, claro, que parece llamar a la inacción, a cruzarse de brazos y esperar los “nuevos dioses” heideggerianos. Esperar, quizás, como espera el junco consciente que somos, según Pascal, o la materia consciente de sus limitaciones, comprensiva de sus placeres y dolores, que podemos ser de acuerdo con Spinoza. Pero quizás también pueda ser una esperanza que anime al “sujeto artísticamente creador” que somos a seguir ensayando, probando, creando; y por qué no luchando, como dirían Marx y Nietzsche. Sin embargo, en cualquier caso, caiga o no caiga, caiga solo o lo hagamos caer, la pregunta que cabe hacerse es si realmente queremos que acabe el capitalismo. ¿Queremos que termine? ¿Lo deseamos? ¿Es esa nuestra esperanza? Y si lo queremos, si lo deseamos, ¿por qué y para qué? ¿Tal vez por qué sí? Y en todo caso, ¿por qué no?
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El mundo de la apariencia es el mundo del “como si”. Llenamos formularios como si sirviera para algo… cambiamos el celular como si el de ahora fuese nuevo… los call center hacen como si tuvieran solución a nuestros reclamos… hacemos como si esto fuera un colegio o una universidad.
Ya vimos que Platón imaginó un mundo verdadero, el mundo de las cosas en sí, de la realidad esencial e inmóvil detrás de las apariencias. Detrás de esa mesa está la idea de mesa, es decir, la mesa en sí, esencial, sustantiva. Sin embargo, de acuerdo a Nietzsche, avanzada la historia del pensamiento ese mundo se convirtió en fábula; Kant lo convirtió en fábula. Según éste, la experiencia, el mundo de los fenómenos es una construcción de nuestra subjetividad. En otras palabras, lo que vemos y aquello que conoce la ciencia, no son las cosas en sí mismas, sino cosas mediatizadas por nuestra subjetividad. Ésta, gracias a una serie de categorías y formas, le da un sentido o una imagen a la materia informe que es el mundo exterior. Esta manera de ver las cosas, en las que el árbol que tenemos frente a nosotros no existe independientemente de nosotros, se llama constructivismo. Entonces, el mundo de la apariencia, del “como si”, es el mundo de la filosofía constructivista.
El constructivismo, como le ocurrió a Kant, tiene que suponer que existe un mundo de cosas en sí, o simplemente la “cosa en sí” que moldeamos con nuestra mente. El problema es que no hay ningún derecho a suponer esa cosa en sí que sería la causa del mundo que nos representamos en la mente. O sea, el problema es que el constructivismo nos deja con la mera apariencia, reduce la realidad a nuestro parecer, a nuestra representación. Por otra parte, como ya vimos, esta filosofía constructivista o kantiana convirtió a Dios en algo cuya existencia no se puede demostrar, que no podemos conocer, pero que al menos podemos pensar. Kant convirtió a Dios una mera idea, y esa mera idea es para Kant la que permite la moralidad y el conocimiento. Pero, como notó Nietzsche, un dios como ese no obliga a nada: digamos, si alguien decide no robar algo porque hay una cámara, ¿mantendrá su decisión si le decimos que no hay cámara, pero podemos pensar que sí la hay?, ¿mantendrá su decisión si bien no hay cámara, podemos hacer como si la hubiera? Sé que estoy forzando a Kant, pues podría ser que, aunque nadie pudiera demostrar que hay una cámara, igual la mera posibilidad de su existencia nos atemorice. El punto, según mi lectura, es que Kant nos dice “sí, efectívamente no podemos saber si Dios existe, pero al menos podemos hacer como si existiera”; y, según él, con eso bastaría para sustentar la moral y el conocimiento. Pero ya sabemos que no basta y que un Dios que no se puede conocer ni prometer, que no obliga a nada es un Dios muerto. Puesto de otro modo, lo que quiero decir y digo es que Kant es el Kruschev de la filosofía: reconoció que el mundo verdadero es inaccesible, que solo podemos conocer el mundo aparente, y sin querer queriendo lo derrumbó o al menos lo agrietó lo suficiente para que luego cayera, como la URSS. Sin embargo, en vez de concluir, como Nietzsche, que no existían ni el mundo verdadero ni el aparente, Kant prefirió conservar a Dios como apariencia. Prefirió imaginar un Dios “como si”. Por eso digo que nuestra época, la época del mundo como apariencia, es la del mundo “como si” y es, por tanto, el mundo de la filosofía constructivista. De hecho hay una “filosofía del como sí”, desarrollada por el alemán Hans Vaihinger quien —de la mano de Kant, probablemente Schopenhauer, y Nietzsche— dice que los seres humanos no podemos conocer la realidad esencial, sustantiva, que sólo construimos representaciones del mundo, sistemas de pensamiento que, creemos, calzan con la realidad. O sea, como dicen en la epistemología, simplemente salvamos las apariencias y actuamos como si existieran fuerzas como la de gravedad o “realidades” subatómicas que nadie ha observado, pero que funcionan. ¿No es eso posmodernismo? A mí me suena a que sí. No es difícil trazar una línea desde el constructivismo kantiano hacia el constructivismo posmoderno que dice “no hay metarrelatos, sino distintos y relativos relatos”, que dice “no hay cosas en sí, sino solo las cosas como cada quien se las representa”. Si Kant creía que no podíamos ver la realidad a ojos descubiertos, sino que con unos lentes cuadrados que todos tenemos; el posmodernismo también cree que no podemos ver la realidad a ojos descubiertos, pero dice que los lentes son muchos, que no se limitan a ser cuadrados.2
Así es que, quizás, el capitalismo platónico, posmoderno, de la apariencia, es más precisamente un capitalismo kantiano. La cuestión, entonces, es descubrir una alternativa a la metafísica platónica (hay un mundo en sí y ese es el mundo verdadero) y a su corolario, el constructivismo kantiano (hay un mundo verdadero, pero sólo podemos conocer el mundo aparente). Una alternativa que haga realidad eso de que eliminado el mundo verdadero también se elimina el aparente. ¿No podría llamarse a esa alternativa “nuevo realismo”, tal como lo hicimos con la posible alternativa al realismo capitalista? ¿Y no podrían vincularse ese nuevo realismo filosófico con el neo-realismo político? Pues bien, el nuevo realismo filosófico existe, la alternativa a la metafísica y el constructivismo existe y la describe Markus Gabriel —otro filósofo alemán, claro que de nuestros días—, en su libro Por qué no existe el mundo. Libro cuya portada incluye un elogio, o quizás no, de Zizek: “Un majestuoso experimento mental”, dice.
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En las primeras páginas de Por qué no existe el mundo, Gabriel escribe: “El constructivismo cree en las “gafas verdes” de Kant. La posmodernidad añadió que no sólo tenemos unas gafas sino muchas: la ciencia, la política, el juego del lenguaje del amor, la poesía, las diversas lenguas naturales, las convenciones sociales, etcétera”. Y un poco más adelante nos invita a hacer el siguiente ejercicio para entender “hasta qué punto el nuevo realismo trae consigo una nueva perspectiva sobre el mundo”. Nos pide que imaginemos que Astrid se encuentra en Sorrento, Italia, y que está viendo el volcán Vesubio… Aunque mejor chilenicemos el ejemplo. Pensemos que María está en Santiago, en Pedro de Valdivia norte, viendo el cerro San Cristóbal, y que nosotros, tú y yo, también estamos viéndolo, pero desde Bellavista. Tenemos, entonces, al San Cristóbal visto por María y visto por nosotros. Según la metafísica, de acuerdo a la explicación de Gabriel, en ese escenario “existe un único objeto verdadero”: el cerro San Cristóbal, absolutamente indiferente a que María lo contemple desde Pedro de Valdivia norte y nosotros desde Bellavista. En cambio, para el constructivismo hay tres objetos: el San Cristóbal de María, el San Cristóbal tuyo y el San Cristóbal mío, detrás de los cuales no hay ningún San Cristóbal en sí que podamos conocer.
¿Y el nuevo realismo? El nuevo realismo dirá que en dicho escenario “hay por lo menos cuatro objetos”, a saber: el San Cristóbal, el San Cristóbal visto desde Pedro de Valdivia norte, el San Cristóbal visto desde Bellavista por ti y el San Cristóbal visto desde Bellavista por mí. Y es que, explica Gabriel, incluso “mis consideraciones más íntimas durante la contemplación del volcán [del cerro, en nuestro caso] son un hecho”; “el nuevo realismo asume que los pensamientos sobre realidades existen con el mismo derecho que los hechos sobre los que reflexionamos”. Tanto la metafísica como el constructivismo “fracasan en una simplificación infundada de la realidad”. O en otras palabras, la realidad, lo que existe no se limita a los objetos de estudio de las ciencias naturales; afirmar lo contrario es lo mismo que decir que no existen “Alemania [ni Chile] ni el futuro, ni los números, ni mis sueños”. Por eso Gabriel dice que el mundo no existe: “No voy a afirmar que no existan galaxias u hoyos negros. Pero sí afirmo que el universo no lo es todo. Para ser exactos, el universo es bastante provinciano”. Lo que hay es una multiplicidad de mundos, y entre ellos el universo es sólo “el ámbito de objetos deducibles por vía experimental, propio de las ciencias naturales”. “Pero”, dice Gabriel, “si también los Estados, los sueños, las posibilidades no realizadas, las obras de arte y, señaladamente, también nuestros pensamientos sobre el mundo pertenecen al mundo, éste no puede identificarse con el ámbito de los objetos de las ciencias naturales. No estoy enterado de que la física o la biología hayan integrado aún a la sociología, al derecho o a la germanística. Tampoco he escuchado jamás que la Mona Lisa haya sido diseccionada en un laboratorio de química. De cualquier manera, eso sería bastante caro y también muy absurdo. Por lo tanto, el mundo sólo puede definirse razonablemente como lo omniabarcante, el ámbito de todos los ámbitos. De esta manera, el mundo sería el ámbito en el que no sólo están todas las cosas y hechos que existen sin nuestra intervención, sino también todas las cosas y hechos que sólo existen por nosotros, pues, en última instancia, debe ser el ámbito que lo abarque todo: la vida, el universo y, evidentemente, todo lo demás. / Pero precisamente esto omniabarcante —el mundo— no existe ni tampoco puede existir. Con esta tesis principal no sólo debe desbaratarse la ilusión de que existe el mundo, ilusión a la que la humanidad se apega de manera obstinada, sino que, al mismo tiempo, quiero aprovecharla para extraer de ahí ideas positivas, pues no sólo afirmo que no existe el mundo, sino que, también, fuera del mundo existe todo”.
¿Puede vincularse este nuevo realismo filosófico con el neo-realismo político? Por de pronto, digamos que el nuevo realismo no es más que otra forma de la ya tan repetida pregunta ¿por qué el ser y no la nada? Es otra forma de decir que no hay algo como el mundo verdadero, sino un sinnúmero de mundos o ámbitos que pueden o no estar relacionados entre sí y que, en ningún caso, se pueden condensar o reunir en un solo gran mundo. O sea, el nuevo realismo nos enseña que sí hay alternativa. O que puede haberla. Pero además, según la enumeración de mundos que ha hecho Gabriel, intuyo que el capitalismo no pertenece al mundo de las cosas naturales, o sea, no es el universo, no es un hecho de la naturaleza. Más bien parece estar del lado de las cosas y hechos que existen por nosotros, del lado de las artes y de las matemáticas si se quiere, o del cerro San Cristóbal visto desde Bellavista o Pedro de Valdivia norte. Y por último, si el posible neo-realismo político se sustenta en algo es, precisamente, en la constatación de que eliminado el mundo verdadero se elimina o se puede eliminar el aparente; es decir, en la constatación de que hay mundos y no el mundo, de que el mundo de nuestros deseos, de la libertad, etcétera, no es lo mismo ni coexiste sola y necesariamente con el mundo capitalista. En resumen: el supuesto neo-realismo político se sustenta en el nuevo realismo filosófico. O podría sustentarse. Pues el neo-realismo no debiera ser ni metafísico ni constructivista, ni platónico ni kantiano si quiere descubrir una alternativa al neoliberalismo.
Iba a decir que otro mundo es posible, pero eso ya es demasiado obvio, una superficialidad, una cantinela, un lugar común, una perogrullada, una reiteración. “Todos deberán admitir —escribió Marx— que no tienen idea exacta de lo que ocurrirá en el futuro. Por otro lado, es precisamente una ventaja de la nueva tendencia la de no anticipar dogmáticamente el mundo, sino que sólo queremos encontrar el nuevo mundo a través de la crítica del viejo”. ¿Sí? ¿Eso queremos?
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¿El deseo es capitalista? ¿La innovación es capitalista? ¿La tecnología es capitalista? ¿La creatividad es capitalista? ¿Las empresas son capitalistas? ¿El consumo es capitalista? ¿La libertad es capitalista? ¿La humanidad es capitalista? ¿No había deseo, innovación, tecnología, creatividad, empresas, consumo, libertad, humanidad antes del capital?
Hay que hacerles preguntas al capital, incluso si no somos anticapitalistas; hay que hacerle preguntas al capital porque eso es lo que somos, eso es lo que hacemos. Hay que a hacerle preguntas al capital, preguntas humanas, radicales, esas que cualquiera puede hacer, no solo preguntas tecnócratas, económicas. Hay que volver a hacerle preguntas al capital, que es otra forma de decir que hay que volver a plantear la pregunta por el sentido del ser (Heidegger), y así tal vez eliminar el mundo aparente junto con el mundo verdadero. Y si no eliminar, al menos ponerlo en duda, al capitalismo platónico. Por ejemplo, ¿hay alguna relación entre el capitalismo y la llamada crisis de la democracia?, ¿entre el capitalismo neoliberal y el regreso de la demagogia y el fascismo? ¿No será que, como ha dicho Chantal Mouffe, a fuerza de afirmar que “no hay alternativa”, las personas se cansaron de la democracia?
“Cuál es la mejor constitución de un Estado cualquiera se deduce fácilmente del fin del estado político, que no otro que la paz y la seguridad de la vida”, escribe Spinoza en su Tratado político. Quizás esas palabras ayuden a pensar aquellas preguntas, todas las preguntas… a seguir preguntándolas.
(1) En esto resuenan algunas cosas que escribió Hannah Arendt sobre el régimen nazi, en Los orígenes del totalitarismo: por ejemplo, que el habitante del III Reich “nunca podía hallarse seguro y jamás se le decía explícitamente a qué autoridad debía considerar por encima de todas las demás. Tenía que desarrollar un tipo de sexto sentido para conocer en un momento dado a quién obedecer y a quién desoír”.
“Técnicamente hablando, el movimiento, dentro del aparato de su dominación totalitaria, deriva su movilidad del hecho de que la jefatura desplaza constantemente el centro real del poder…”, “…la división consistente y siempre cambiante entre la autoridad real secreta y la representación abierta y ostensible convertían a la sede real del poder en un misterio por definición, y esto hasta tal grado que los mismos miembros de la camarilla dominante no podían estar nunca absolutamente seguros de su propia posición en la jerarquía secreta del poder”. Para lo que venimos viendo, de las palabras de Arendt se podrían tomar el descentramiento de la autoridad, la dificultad, si es que no la imposibilidad de identificar a la autoridad real, aquella que, más allá de las apariencias, puede decidir efectivamente algo: en una oficina o número de reclamos nuestro interlocutor casi nunca podrá dar solución a nuestro problema, salvo ingresar el reclamo; si uno pide hablar con su jefe, intentará hacernos desistir, y cuando por fin pasamos la barrera, el jefe nos responderá lo mismo que el subordinado y así quedamos atrapados en un laberinto o una espiral de postergaciones. Incluso uno se resignará a manifestar su enojo a la persona en el mostrador o la que primero contesta el teléfono, aun cuando sabemos que no sirve de nada: “Sé que no es culpa suya”, le diremos, “y que no depende de usted solucionarlo, pero lamentablemente usted el la cara visible de la empresa”. Es una puesta en escena en la que ambas partes simplemente hacen como si tuviera sentido reclamar.
(2) Otra formulación del posmodernismo podría ser: “Todo es cultura”. Me pregunto, entonces, siguiendo con estos experimentos mentales: decir que todo es cultura, ¿no es también una expresión de la época de la imagen del mundo, del mundo como apariencia? Decir que todo es cultura suena mucho a decir que todo es imagen o que la imagen es todo. Suena mucho a la negación del cuerpo y la carne: a esa negación que se remonta a Platón y que constituye el ideal cristiano. Esa negación que, si estoy en lo cierto, une al idealismo y al posmodernismo; y también al modernismo de la tabula rasa y al constructivismo posmodernista, pues sólo se puede pensar en el ser humano como algo absolutamente cultural si se lo piensa como tabula rasa, formateable y reformateable a placer, a voluntad. ¿Hay algo más ilustrado y moderno que la voluntad y el voluntarsmo? Entonces, vaya paradoja, platonismo, cristianismo, modernismo y posmodernismo unidos en un mismo proyecto, en un mismo ideal, en idéntica ideología negación de cuerpo y la carne, ese todo es cultura, en la teoría de género construida por autoras como Judith Butler, para quien, como vimos, la diferencia sexual también es una construcción cultural. “El combate es ciertamente entre aquellos que afirman que el cuerpo y la carne no existen, que no somos más que archivos culturales, que el modelo original del ser es el ángel, lo neutro, lo asexuado, la cera blanda, la greda sin sexo que ha de ser informada sexualmente, y aquellos que saben que la encarnación concreta es la verdad del ser que vienen al mundo, lo que no excluye el formateo social falócrata, pero al que no le reconoce, sin embargo, todo el poder”, dice Onfray en el prefacio que escribió para Teoría de género o el mundo soñado de los ángeles, de Levet. Y ya que estas son las últimas palabras de estos tejidos políticos, permítanme decirles que siempre existe la posibilidad de que me haya dejado llevar por las palabras, es decir, por las imágenes; de hecho, hay una duda persistente en mí: cuando escribo no sé si estoy hablando de cosas o de palabras. Lo mismo me pasa cuando leo y, claro, cuando pienso.
Notas
[I] En esto resuenan algunas cosas que escribió Hannah Arendt sobre el régimen nazi, en Los orígenes del totalitarismo: por ejemplo, que el habitante del III Reich “nunca podía hallarse seguro y jamás se le decía explícitamente a qué autoridad debía considerar por encima de todas las demás. Tenía que desarrollar un tipo de sexto sentido para conocer en un momento dado a quién obedecer y a quién desoír”. “Técnicamente hablando, el movimiento, dentro del aparato de su dominación totalitaria, deriva su movilidad del hecho de que la jefatura desplaza constantemente el centro real del poder…”, “…la división consistente y siempre cambiante entre la autoridad real secreta y la representación abierta y ostensible convertían a la sede real del poder en un misterio por definición, y esto hasta tal grado que los mismos miembros de la camarilla dominante no podían estar nunca absolutamente seguros de su propia posición en la jerarquía secreta del poder”. Para lo que venimos viendo, de las palabras de Arendt se podrían tomar el descentramiento de la autoridad, la dificultad, si es que no la imposibilidad de identificar a la autoridad real, aquella que, más allá de las apariencias, puede decidir efectivamente algo: en una oficina o número de reclamos nuestro interlocutor casi nunca podrá dar solución a nuestro problema, salvo ingresar el reclamo; si uno pide hablar con su jefe, intentará hacernos desistir, y cuando por fin pasamos la barrera, el jefe nos responderá lo mismo que el subordinado y así quedamos atrapados en un laberinto o una espiral de postergaciones. Incluso uno se resignará a manifestar su enojo a la persona en el mostrador o la que primero contesta el teléfono, aun cuando sabemos que no sirve de nada: “Sé que no es culpa suya”, le diremos, “y que no depende de usted solucionarlo, pero lamentablemente usted el la cara visible de la empresa”. Es una puesta en escena en la que ambas partes simplemente hacen como si tuviera sentido reclamar.
[II] Otra formulación del posmodernismo podría ser: “Todo es cultura”. Me pregunto, entonces, siguiendo con estos experimentos mentales: decir que todo es cultura, ¿no es también una expresión de la época de la imagen del mundo, del mundo como apariencia? Decir que todo es cultura suena mucho a decir que todo es imagen o que la imagen es todo. Suena mucho a la negación del cuerpo y la carne: a esa negación que se remonta a Platón y que constituye el ideal cristiano. Esa negación que, si estoy en lo cierto, une al idealismo y al posmodernismo; y también al modernismo de la tabula rasa y al constructivismo posmodernista, pues sólo se puede pensar en el ser humano como algo absolutamente cultural si se lo piensa como tabula rasa, formateable y reformateable a placer, a voluntad. ¿Hay algo más ilustrado y moderno que la voluntad y el voluntarsmo? Entonces, vaya paradoja, platonismo, cristianismo, modernismo y posmodernismo unidos en un mismo proyecto, en un mismo ideal, en idéntica ideología: negar el cuerpo, la materia, la realidad y afirmar la idea, ya sea como verdad o como apariencia (como verdad de la apariencia). Podríamos decir que la derecha conservadora y la izquierda progresista unidas, jamás serán vencidas. Podríamos. Michel Onfray, siguiendo a Bérénice Levet, ve esta negación de cuerpo y la carne, ese todo es cultura, en la teoría de género construida por autoras como Judith Butler, para quien, como vimos, la diferencia sexual también es una construcción cultural. “El combate es ciertamente entre aquellos que afirman que el cuerpo y la carne no existen, que no somos más que archivos culturales, que el modelo original del ser es el ángel, lo neutro, lo asexuado, la cera blanda, la greda sin sexo que ha de ser informada sexualmente, y aquellos que saben que la encarnación concreta es la verdad del ser que vienen al mundo, lo que no excluye el formateo social falócrata, pero al que no le reconoce, sin embargo, todo el poder”, dice Onfray en el prefacio que escribió para Teoría de género o el mundo soñado de los ángeles, de Levet. Y ya que estas son las últimas palabras de estos tejidos políticos, permítanme decirles que siempre existe la posibilidad de que me haya dejado llevar por las palabras, es decir, por las imágenes; de hecho, hay una duda persistente en mí: cuando escribo no sé si estoy hablando de cosas o de palabras. Lo mismo me pasa cuando leo y, claro, cuando pienso.
+Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio.
+ Imagen: Andy Warhol