En los tiempos donde el alza del precio de la palta nos ha llevado a un estado febril, entre el humor maníaco de redes sociales y el rencor hacia quien fija su valor en el mercado, debemos agradecer el elemento flotante que aparece como la salvación a esta contingencia.
Todo esto parte por la reacción química que se desata en nuestra cabeza cuando, ante torrentes de alcohol ingeridos en veladas de largos trayectos, nuestras neuronas liberan en los repositorios de nuestro cerebro una secreción compuesta por el deseo extremo de ingerir plástico. Para los que habitamos Santiago, existe una solución perfecta: nuestros completos y sus doradas salchichas dando vueltas infinitamente en máquinas calentadoras. Como en un videojuego, yace custodiado en pequeñas construcciones de vidrio. Pequeñas casitas donde entramos a comer. Se nos entrega nuestro alimento, lo recibimos con los ojos caídos y una sensación de eterna calidez se empieza a expandir por nuestros corazones. Vemos por la pared vidriada millones de luces a diferentes distancias y las comparamos con estrellas de las más lejanas galaxias.
Aun somos jóvenes.
Hace un tiempo con dos amigos teníamos la tradición de salir a comer pastas una vez al mes. Nuestro fin último era probar cada lugar que preparara comida italiana en la ciudad. Medio imbuidos por el espíritu de Los Soprano y las clásicas películas de mafia, nos reunimos ese día en el centro. Justo unas horas antes, uno del grupo había comprado un sombrerero. Preguntamos si había problema en dejarlo al lado de nuestra mesa. “Para poner nuestras chaquetas” dijimos con una fingida excentricidad. Comimos pastas hasta casi morir ahogados por un tallarín tapando el tracto respiratorio, y tomamos vino de la misma forma. Apenas salimos del lugar y el aire helado de Santiago nos dio en la cara, nos miramos de manera cómplice. Queríamos un completo. Nuestras almas de jóvenes citadinos le ganaban a los espíritus mafiosos que tratábamos tontamente de imitar. Caminamos muchas cuadras e incluso, le rompimos una pata al sombrerero. Cuando por fin llegamos, la cajera nos dio la más fría de las sentencias. “No nos quedan completos”.
La historia hoy se resume a eso, a cientos de completos devorados durante nuestras vidas. Nuestros padres, por ejemplo, no quisieron darle importancia. Pero ahora los completos están en primera línea, confabulando siempre a favor nuestro. Descansando en las casitas de vidrios donde pronto nos dejaremos caer.