Nicolás Campos Farfán
Uno. A primera vista, a quien recién llegue a la sala y se enfrente a los cuadros de Fabián Barraza y las fotografías de Luciano Contreras, la combinación de Nueve reinas quizá le parecerá inconsistente, o casi random. Pero rápidamente comenzará a detectar sus conexiones internas, sus alusiones. Tiene directrices claras, entre las cuales están una búsqueda y un aprecio de lo garabateado, de lo instantáneo, del error afortunado, de los colores y las formas más simples, con la menor cantidad posible de trazos. Aunque desde luego hay otras que ya iremos desgranando.
Dos. Luciano Contreras acá presenta una serie de fotografías de letreros de venta de frutillas. Las tomó en la ruta 5, entre Parral y San Carlos, todas bajo una luz de día radiante, seguramente en verano. Curiosamente, en contraste con lo que Contreras suele trabajar, que suele basarse en las formas y las texturas de las cosas, en una especie de celebración de esos aspectos, lo que hay en estos letreros tiende a lo simbólico y muestra muchas reminiscencias pop, aunque de ninguna forma deja sus antiguas fijaciones.
Las frutillas aquí retratadas, hechas de modo improvisado y por la mera necesidad de atraer clientes, son también imitaciones naíf de frutillas, réplicas reducidas a su mínima expresión, a un estado que es casi de ícono —entiéndase acá la palabra ícono como sinónimo de pictograma—, y como tal nos traen el recuerdo de otras imágenes. Pienso, al igual que ustedes, en cómo estos íconos de frutillas son acá, al menos simbólicamente, demasiado parecidos a los íconos de corazones. Y tanto es así que recuerdan a otros corazones como los que aparecen en ilustraciones de maquillajes, en los corazones de energía o de vida extra que hay en los videojuegos antiguos, y hasta hay entre las fotos una frutilla humanizada o antropomorfizada que recuerda a la mascota de la Teletón o a la de la marca de postres Chiquitín. Todo muy pop, como salta a la vista, y como tal resulta más o menos irónico, sobre todo si nos fijamos en la preocupación de Contreras por capturar cada uno de los detalles precarios de estos letreros, tales como las superficies rugosas de las tablas de pino y del OSB, los brochazos torpes, la pintura corrida y los defectos o imperfecciones de los bastidores.
Al profundizar en esos detalles lo que termina elaborando es una suerte de ensayo sobre cómo opera por estos lados esa moneda de cambio, la del ícono “frutilla”, sobre cómo es apreciada y cómo su significado se va transformando, y también sobre cómo las imágenes se van serializando, tendiendo hacia lo complejo o simplificándose. Además, se puede decir —aunque no sé si haya sido una de sus intenciones; no lo creo— que Contreras realiza, a la manera de los letreros que figuran en las películas de Ozu, un rescate de lo que significan los carteles, como signo de una época y de ciertas costumbres.
Tres. Las imágenes de Fabián Barraza, a diferencia de las de Contreras, tienen personajes con cierta narración que podemos interpretar. Nos hablan, quizá, de una cosa medio disfuncional, a partir de pulsiones sexuales y representaciones de malas decisiones o errores o elementos anómalos, tales como los animales con rostro de personas o las personas con rostros de animales (¿acaso son sus cabezas?, ¿están enmascarados?).
En su mundo estos personajes actúan en silencio: tienen amagos de sexo aparentemente torpes y sacan a pasear a sus hijos animalizados o a sus mascotas antropoformizadas. Parecen tensos, posiblemente se llevan mal unos con otros, y no están bajo una luz o una sombra que los revele, sino dentro de un sistema de colores, trazos y manchas que algún modo nos da pistas de cuál es su estado, cuáles son sus circunstancias.
Este sistema, el de los dibujos de Barraza, es una mezcla de trazos continuos de una simplicidad más que premeditada con otros trazos quebrados, ya sean en forma de manchas o de tachaduras en zigzag. Nos hace participar de una intimidad ajena, ambigua, y de una soledad acentuada que, así como los letreros de Contreras, también tiene algo de revisión irónica o por lo menos distanciada de lo que es el amor, o más bien de cómo suele representarse el impulso erótico. Parece concluir que todas estas pulsiones, si son obedecidas, terminan en confusión o en cierta autodestrucción.
Cuatro. Se puede afirmar que Nueve reinas es una conversación real, y con esto quiero decir que es efectiva, con resonancias hondas entre dos artistas de distintas disciplinas. Tal vez, y por suerte, a ambos los une cierta forma pudorosa para abordar el tema del amor y, de paso, abordar el de su opuesto, la soledad, la incomunicación.
Contreras contempla acá el amor como un símbolo y Barraza retrata su práctica, o parte de ella. Con tino, se niegan a expresar directamente sus aprensiones. Ambos, además, comparten una preocupación auténtica por mostrar cómo han sido hecho los dibujos aquí presentados, cómo aprecian sus formas irregulares y cómo valoran esos gestos que cualquier desprevenido podría interpretar como simple torpeza, cuando detrás de estos —tanto en los trazos de Barraza como en las capturas y la capacidad de observación de Contreras— no hay otra cosa que un cuidado enorme. Si hubieran optado por estilos de mayor habilidad técnica, probablemente todo ese carácter se habría perdido.