El peso atómico de las palabras. Silvia Veloso

No me fío mucho de mis ideas. Tal vez por eso suelo echar mano de algunas de las herramientas cartesianas que las ciencias utilizan para analizar fenómenos o visualizar y organizar procesos gráficamente. Hace años me enredé en el intento de simular una tabla periódica que, siguiendo la disposición ideada por Mendeléyev, en vez de elementos químicos, organizase los términos que constituyen los ladrillos fundamentales del lenguaje.

En la prehistoria de la comunicación verbal humana, desarrollada probablemente como método evolutivo de supervivencia, debió existir un núcleo inicial de vocablos esenciales que fueron los primeros en constituirse como palabras significantes compartidas por un colectivo. Pensé que hoy, quizá también sería posible fijar la base mínima de términos necesarios para una comunicación verbal inteligible.

Ejercicio baladí. El proyecto del verbo químico se atascó y pasó al olvido. Por más que incluí y excluí, clasifiqué, ordené y desordené, no conseguí concretar cuáles serían los 118 términos imprescindibles para componer la tabla. Me hubiera gustado contar con los conocimientos de un lingüista y un químico, pero no conozco muchos expertos en esas disciplinas y es probable que, de conocerlos, el experimento les resultara majadero. Al fin y al cabo, las palabras no tienen masa atómica. ¿O sí?

Ante el fracaso, la terquedad se las ingenia para encontrar otros caminos. Hacer listas es un entretenimiento, como los crucigramas. El afán de jerarquizar, rankear o clasificar es una forma absurda pero relajante de enfrentarse al caos de la materia y de las emociones. Unas semanas atrás, entre las listas desperdigadas por los cuadernos, encontré una que agrupaba unas pocas palabras que tenían en común implicar alguna carga moral, positiva o negativa. No era un inventario exhaustivo, ni extenso, ni atendía a las clasificaciones virtuosas de la filosofía o de la teología. Era una simple lista de apenas seis palabras anotadas al vuelo. Las escribí durante una de esas conversaciones lánguidas que surgen tomando café y fumando un cigarrillo a la sombra de un parrón en un pueblo perdido de Castilla antes de la siesta. En julio por esos campos, a las tres de la tarde el silencio abruma y el sol reblandece las ideas. La siesta es un ejercicio de necesidad vital, lo saben hasta los conejos, y las ridículas listas, con el tiempo, parece que al menos pueden servir para traernos un buen recuerdo del verano.

Lealtad, envidia, odio, frustración, amor, compasión. Tras el almuerzo, durante la sobremesa que repasaba sin hilo algunos de esos acontecimientos de la actualidad que en todas partes inquietan y sorprenden, aparecieron esos términos. Bondad, humildad y justicia, en general tan omnipresentes al conversar sobre esos temas, no se mencionaron. Cuando unas semanas atrás me encontré con la lista, me invadió el vicio de jerarquizar y clasificar las palabras. Esta vez el TOC sistematizante fue mucho menos ambicioso que el fracasado ensayo de la tabla periódica.

A primera vista, tres eran positivas y tres negativas. Recordé que aquella tarde, alguien señaló que era notorio cómo unos y otros términos tienen un protagonismo muy desigual en el lenguaje cotidiano de las personas y los medios. Con esas dos variables, valor y frecuencia, me entretuve tratando de organizar las palabras en una matriz para ver cómo se ubicaban gráficamente en un cuadro. Salió algo así:


Distribuí las palabras siguiendo estas presunciones: al amor, emoción positiva, se le otorga mucho valor y aparece con frecuencia en conversaciones, discusiones, análisis y, según Google, supera en mucho a todas las otras en búsquedas web. La lealtad es muy valorada, pero de ella no se habla tanto. El odio y la envidia tienen un claro sesgo ultra negativo, aun así, su presencia es frecuente. La frustración, en términos de valor, es menos agresiva que las dos anteriores y no tan protagónica. Por último, la compasión, como virtud, es positiva, aunque se percibe muy distanciada y menos relevante que el amor y la lealtad. Será por eso que de ella se habla menos.

Mirando el cuadro, comencé a pensar que fuera del mundo abstracto de los conceptos ideales, tal vez esa vocación valórica no es tan meridianamente esdrújula. Se puede amar a una mala persona o sufrir por amor, y entonces el amor no será siempre positivo. La lealtad también se practica entre jerarquías organizadas de criminales. A veces odiamos causas que nos parecen injustas o a personas que nos han hecho mucho mal y en esos casos, ese rechazo visceral y violento sería entonces, por lo menos, justificable. La frustración y la envidia tienen peor defensa, pero hay personas a las que a veces les motiva a dirigir sus energías y esfuerzos a objetivos que pueden resultarles positivos o beneficiosos. La compasión no se movió y el nuevo cuadro, bastante más neutro, quedó así:

Schopenhauer puso mucha atención en su obra a la compasión. Como base espiritual absoluta de todo acto verdaderamente altruista, la consideraba como el único móvil de las acciones de auténtico valor moral. Consuela pensar que aun cuando unos lo hagan mucho mejor que otros, todos jerarquizamos y clasificamos. En tiempos de egos hiperactivos que absorben toda la empatía para sí, tal vez Schopenhauer hubiera añadido a sus tesis que la compasión no puede aspirar más que a ejercitarse como un sentimiento atrofiado y efímero.

Entre los comentarios sobre los conflictos y las penurias del mundo que iban y venían en la charla de sobremesa de aquella calurosa tarde de julio, el mismo comensal observador dijo que resultaba curioso que habiendo tanta gente en situaciones extremas, se hablara tan poco de la compasión. Debió ser ahí cuando apunté la palabra. Después se terminaron los cigarrillos y el café y con ellos la conversación, se entornaron las persianas y nos fuimos a dormir la siesta.  

La lista quedó en el papel y la tertulia vagando por la trastienda de la memoria hasta que unos días atrás reaparecieron cuando hojeaba un cuaderno. Mientras, a lo largo de estos últimos meses, en la prensa se han visto titulares como estos:

“Dinamarca propone enviar a un islote a los migrantes que el país rechaza”.

“Fuera hondureño, aquí no te queremos”: Tijuana, la ciudad que no quiere a la caravana de migrantes”.

“Gobierno ha desembolsado US$1 millón en vuelos para expulsar a extranjeros de Chile”.

“Salvini pide a España que se haga cargo de la ‘carga de carne humana’ de otro barco de inmigrantes”.

Pero también otros como éste:

“Una iglesia holandesa celebra misa sin parar desde hace un mes para evitar que deporten a los refugiados armenios que acoge”.

En esa iglesia de Holanda no tendrían por qué hacerlo, pero lo hacen. Ellos preferirían no tener que hacerlo, pero lo hacen. La compasión es un misterio. Los cuadros y las matrices son mero entretenimiento, una estupidez, no sirven para nada. Por suerte hay personas que no se enredan en pasatiempos triviales y tienen muy claro cuál es el peso atómico de cada palabra.

 

+ Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.