Si vas a matar a alguien. Silvia Veloso

Si vas a matar alguien, conviene que mucho antes comiences a pensar de otra manera. Coloca tu celular sobre la mesa y míralo con atención. Ese aparato puede ser el chivato responsable de tu ruina o el cómplice que cubrirá tu crimen con una coartada convincente. Lo primero es asumir que la privacidad ha muerto. No hay marcha atrás.

Hoy, el teléfono móvil es una de las principales herramientas que ayudan a identificar sospechosos y a resolver gran parte de los delitos. Triangulando las señales de tres antenas de repetición o radiobases, es posible geolocalizar la ubicación aproximada de un aparato -y presumiblemente la de su propietario, en un momento determinado. Las torres están por todas partes, y no te engañes, aun apagados o incluso dentro de una bolsa Faraday, los teléfonos emiten señales que las repetidoras pueden llegar a captar. Súmale a eso las cámaras de centros de vigilancia pública y privada en calles, comercios y edificios, la tecnología satelital gps instalada en los aparatos, los rastros digitales que continuamente dejamos en emails, mensajes, navegación web, llamadas, redes sociales y transacciones de todo tipo realizadas con tarjetas de crédito o pago en línea. Y el golpe definitivo, el hecho de que a partir de la oleada de atentados terroristas de los últimos años, las legislaciones se hayan ido haciendo más flexibles en lo que concierne a permitir la vigilancia permanente de las personas. Todo se registra, todo se graba. Basta una orden judicial para que los cuerpos de seguridad accedan a esos registros, a veces ni eso. En la esfera privada, con frecuencia, o casi nunca, se respetan las normas de privacidad. A través de nuestros datos, un analista puede llegar a conocernos mejor que nuestra madre. Información no es conocimiento, diríamos, pero para eso están los especialistas que navegan con maestría en la marea oscura del big data y saben transformar una en lo otro.

Un estudio de la consultora alemana Statista indica que en 2018, aproximadamente el 36% de la población mundial tiene un smartphone. La agencia de marketing y comunicación We are social en su informe Global Digital de este año, apunta que ya son más de 4 mil millones los usuarios de internet. Según Gallup, el 69% de los adultos del planeta tiene una cuenta en una institución financiera o de crédito y el World Payments Report 2018 de BNP Paribas-Capgemini, reseña que las transacciones realizadas por vías digitales alternativas al pago en dinero continúan creciendo a doble dígito año a año. Nuestra suerte está echada. Por eso, si vas a matar a alguien, tendrás que pensar de forma diferente. Desdoblarte. Actuar, si lo consigues, con una mente criminal analógica, y al mismo tiempo, seguir viviendo con normalidad como el ser digital que eres para que tus huellas, datos y registros puedan, tal vez, servirte de coartada.

El Chapo Guzmán fue interceptado en Los Mochis, Sinaloa, cuando él y su comando cometieron el desliz de realizar contactos telefónicos. Dicen que lo agarraron siguiendo a uno de sus esbirros mientras iba a un restaurante a recoger un monumental pedido de tacos para alimentar a la cuadrilla. El alegato de inocencia del atleta paralímpico Oscar Pistorius, condenado a trece años de prisión por el asesinato de su novia, se vio seriamente comprometido por ciertos mensajes intercambiados por Whatsapp. Criminales evadidos durante décadas han sido identificados y detenidos en los últimos años gracias a las redes sociales o páginas de internet. Cesar Sayoc, el supremacista paranoico que unas semanas atrás envió paquetes bomba por correo a más de una docena de críticos de Trump, una vez identificado, fue rápidamente localizado siguiendo los registros de su teléfono celular. Estos son crímenes y delincuentes mediáticos a nivel planetario, pero cada país tiene su crónica negra local y acompañando las noticias, vemos cómo cada vez con más frecuencia los casos se resuelven a través del rastreo de datos diseminados por las redes y la web y de los registros encriptados de los teléfonos de víctimas y victimarios. Las nuevas tecnologías pueden estar resultando muy beneficiosas en la guerra contra el crimen. También han facilitado muchos procesos y democratizado la información abriendo un mundo completamente nuevo a la forma en que nos comunicamos. A cambio, tuvimos que aceptar sus efectos colaterales: resignar la privacidad y tolerar la vigilancia.

Tal vez el control que ejercíamos sobre nuestra intimidad comenzó a evaporarse el 22 de enero de 1984. Ese lejano domingo, Los Angeles Raiders y los Washington Redskins jugaban en Tampa la final del Super Bowl. Como todos los años, el país se encontraba paralizado frente al televisor. El himno lo cantó Barry Manilow. Con el legendario Marcus Allen al frente, ganaron los Raiders con una victoria aplastante. Pero lo que más sorprendió en aquel Super Bowl de 1984, fue el anuncio de Apple que se transmitió en el entretiempo del tercer cuarto de juego. Dirigido por Ridley Scott e inspirado en la novela de Orwell 1984, el aviso mostraba un mundo distópico de atmósfera asfixiante en el que a través de una pantalla, el Gran Hermano vigilante adoctrina a un grupo de humanos uniforme. A su vez, una chica cargando un súper martillo en las manos y vestida de atleta con unos shortcitos rojos que hoy se ven típicamente ochentenos, corre entre las filas de abducidos perseguida de cerca por la policía. En la escena final, la chica consigue llegar frente a la pantalla y lanzado el martillo, la hace explotar liberando del embrujo ideológico a la pasmada audiencia de drones.

En la prehistoria de la computación personal en la que IBM y Apple batallaban por el liderazgo de ese nuevo mercado, el aviso, que presentaba la hoy ya legendaria Macintosh 128K, no mostraba en ningún momento el producto. En esa época, yo vivía en un rincón profundo de la América profunda y el día después del partido, es cierto que se hablaba más del desconcertante teaser que de la derrota humillante de los Redskins. El anuncio ganó muchos premios, con el tiempo se convirtió en una pieza de culto y hasta en referencia de pensadores y filósofos.

En 1984 ni siquiera sabíamos para qué nos iba a servir una computadora personal metida en casa, mucho menos podíamos imaginar que treinta años después andaríamos todos encadenados a la pantalla de un smartphone que cabe en un bolsillo. Aquella era la época de Reagan y Thatcher. De Juan Pablo II y sus viajes en olor de multitudes mientras encubría turbios negocios y oscuros personajes. De los estertores de la Unión Sovética que terminaría con la caída del muro de Berlín y de la China de Deng Xiaoping dando los primeros pasos hacia su particular modelo capitalista. De dictaduras sanguinarias en muchos puntos del planeta y de los años iniciales de la revolución islámica de Jomeini que tanto ha influido en el fundamentalismo contemporáneo. Del estallido del HIV, de la estética MTV, del Pac Man, los videojuegos y del lanzamiento comercial del Prozac. Una década en cierta manera amorfa e idolatrada por los baby boomers a la que aún hoy es difícil reconocerle una personalidad precisa u homogénea. Pero algo que comenzó en aquellos años y que debe tener que ver con el conservadurismo y el desarrollo acelerado de las tecnologías de la información, han ido poco a poco minando nuestra privacidad. En el camino, el discurso del miedo fue la excusa, el entretenimiento y la seducción del ego el gancho.

Stefan Zweig relata con nostalgia en sus memorias cómo antes de la Primera Guerra Mundial viajó a la India y a Estados Unidos sin necesidad de pasaporte. Así andaba uno por el mundo cien años atrás. Hoy, la privacidad es una causa perdida. Sin calcular las consecuencias, con ingenuidad nosotros mismos la hemos ido entregando como un cheque en blanco a cambio de prácticos y atractivos servicios. Hasta el maldito y denostado dinero que no tardará también en desaparecer convertido en bits, por su anonimato, en el futuro nos parecerá una bendición.

Tal vez no vayas a matar a nadie y por lo tanto nada tienes que temer. Pero tu huella y tu ADN digital quizá te causen otros dolores de cabeza. Tus fichas médicas pueden entregar pistas para privarte de un trabajo o hacer subir el precio de tu seguro de salud. Conocer a fondo tu perfil y tus ubicaciones, facilitará mucho suplantar tu identidad o extorsionarte si cometes algún desliz venial poco confesable. O simplemente, sufrirás el acoso telefónico de cuanta operadora de telecomunicaciones existe en el mercado ofreciéndote, día sí día también, alguno de sus planes. La ciencia ficción hace tiempo que se encarga de relatarnos muchos otros y más escabrosos males a los que nos exponemos desnudando nuestra privacidad.

Lo peor de la transparencia es la pérdida del claroscuro y del misterio. De lo que nunca se dice ni se expone. De lo que nadie sabe de ti y de lo que uno ignora de los otros. La transparencia no nos acerca, nos simplifica. El cómputo moral del algoritmo anula nuestra voluntad, no sólo como individuos, si no, mucho más grave e importante, como cuerpo social. Ya en 1985, el jurista Spiros Simitis decía en una ponencia en la Universidad de Pennsylvania que “cuando se desmantela la privacidad, tanto la oportunidad de evaluar el proceso político por uno mismo, como la oportunidad de desarrollar y mantener un estilo de vida concreto se desvanecen”.

Sé que es una decisión arbitraria y subjetiva, como casi todo hoy en día, pero a mí me calza situar el principio del fin de la privacidad en 1984, coincide con mi adolescencia. “Si quieres guardar un secreto, también debes esconderlo de ti mismo”, intuye Winston Smith en su celda en la novela de Orwell. Quizá sea un buen método para mantener algo del romanticismo de esa intimidad que se evapora con cada dato que se nos escapa. Por eso, si al final igual estás pensando en matar a alguien, no tardes demasiado, actúa antes de que el teléfono o algún otro aparato sea capaz de leer tus pensamientos.

+Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.