Quelentaro. Pablo Sheng

Conservo, en mi biblioteca, una copia de El jardín de al lado de José Donoso. Es una primera edición. En una de sus carillas está escrito, con letra cursiva y lápiz duro negro, el nombre de Eduardo Guzmán. Más abajo, un timbre: “Librería Las Américas INC. 10, Rue St. Norbert Montreal, Qué Canada”. Probablemente, este libro fue adquirido el año 81, año en que Eduardo Guzmán seguía en exilio y quizá lo compró en abril, en primavera, y ya había pasado el invierno.

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Solo dos veces he pisado suelo canadiense. Ha sido por escalas. Una vez perdí un vuelo en el aeropuerto de Toronto. Desde el Pearson, se veía aún la nieve congelada. Una amiga vivió un par de meses allí, en verano, y sus fotos muestran una ciudad húmeda y calurosa. No logro imaginar Québec tampoco, solo se me viene a la cabeza esa primera edición de La Ciudad de Gonzalo Millán, impresa allí.

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Eduardo Guzmán murió el año 2012. Gastón, su hermano, hace un par de días. Fue mi papá quien me lo contó, a través de un mensaje de WhatsApp. Me envió un audio que era la grabación en vivo de las palabras de Nibaldo Mosciatti, a propósito de la muerte de Gastón y de la muerte, en definitiva, de Quelentaro. Sonaba “¿Qué pasó con el sol?”:

Y en la distancia, a raíz del exilio de Eduardo, mantuvieron contacto. Las llamadas telefónicas eran carísimas, pero por cartas compartieron los textos para seguir componiendo juntos. Este dúo está en la historia de la música folclórica chilena, con un carácter muy particular, música popular y profunda. De verdad, como decían algunos por ahí. Ha muerto Gastón Guzmán. Se acaba Quelentaro. Ya había fallecido Eduardo, ahora Gastón. Quelentaro queda en la historia de la música popular chilena.

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Recuerdo el auto de mi papá –un Kia Rio gris– pasado a cebollas. Yo, niño, dormido, y al lado un hombre viejo, de barba blanca, lentes. El olor a cebollas provenía de las axilas de él o de mi papá. Íbamos a Lampa, de noche, después de un concierto en el teatro Cariola. Había sido un éxito, el teatro estaba repleto, la gente vitoreaba, cantaba y seguía canciones larguísimas como “Coplas Al Viento”, interpretada por unos viejos en poncho, bellísimos desde la platea baja de ese teatro antiguo y medio destartalado. Eran interpretaciones corajudas, rasposas, guitarra en mano, declamadas y gritonas, como “Judas”, composición de diez minutos, similar al tono encabalgado, imprecador y oscuro de Satanás de Pablo De Rokha. Quien iba al lado mío, en ese viaje en auto, era Eduardo Guzmán, el mismo que firmó la portada de El jardín de al lado.

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Ese libro, El jardín de al lado, me lo regaló su esposa.

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Eduardo Guzmán pasó sus últimos días en Lampa, junto a ella. Tenían una casa de madera, ecológica para esos tiempos, año 2011. Reciclaban, tenían paneles solares, se alimentaban livianos. Quizá esas costumbres las adquirieron en Canadá, para el exilio. Recuerdo que almorzamos bistec al ajo, huevos duros, tomates con ají verde, lechugas. Hacía calor y se veía un potrero a lo lejos. Tenían una huerta.

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Mi papá, cuando murió Gastón, me dijo que yo conocía la historia de ellos. Apenas la logro desentrañar. Es epifánica de algún modo. Y me cuesta escribir este texto, porque a Quelentaro lo siento como parte de mi familia y hacerlo no deja de provocar desazón. Mi papá los escuchaba montón y no sé por qué, quizá allí encontraba la consecuencia política, la dureza de los hombres de trabajo, la cesantía, la pobreza, un Chile extraviado. Yo no sé, hallo el poema. En Quelentaro está eso de lo que hablaba Heidegger sobre Rilke: la voz que se ha arriesgado a un querer que, sin saberlo ya, se quiere en la voluntad de querer.

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Jonnathan Opazo tiene razón con eso que escribió para Culto, el aferrarse –en tanto poética– a los “Tres cantos materiales” de Neruda, a “El letrado” de Gonzalo Rojas, o a la “rabia telúrica” de Pablo De Rokha. Sin embargo, creo que Quelentaro es capaz de sostenerse solo, más cerca de Bob Dylan y Phil Ochs, claro que en una versión del invierno angoleño, las tocatas en sindicatos y teatros de provincias.

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Una vez se hizo un DVD para una de las presentaciones de Quelentaro, en el Teatro Cariola. Escribí lo siguiente, y me parece exagerado, aunque lo trato de leer con un velo descorrido:

La obra de Quelentaro ha sido un proyecto único. Muestra una geografía que escapa de aquello que fue la transición, la instalación de hibridez que cubre la vertiginosa red democrática, con todos sus mecanismos de burocratización y fondartización de la cultura. Si digo que Quelentaro ha escapado de ese asentamiento es porque su nomadismo se resiste al discurso del Canto Nuevo. Como el punk de los 80 y 90, Gastón y Eduardo no entraron ni quisieron identificarse con la oficialidad. La tensión de este cantar desentraña el cotidiano de un sur que hoy es la escena de un pueblo hundido, de un Chile que está oscurecido e inquietado por los discursos del poder. En rigor, este testimonio en vivo configura una de las últimas huellas de Leña Gruesa, de las Coplas Libertarias a la historia de Chile. Si el territorio de la nación es una conquista, los hermanos angoleños nos han propuesto, a través de su historia nómade, otra conquista: la de los afectos, el rigor, las barreras que son ese “cantar disconforme”. Allí, en ese límite, residen las exequias del cantar periférico, su cielo negro tras el sonido, los cueros del poema, la voz que entierra a Chile, aunque solo lo sepamos cuatro personas.

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Quelentaro, en los sesenta, no fue parte de la Nueva Canción Chilena, es decir, no compartieron los mismos espacios de difusión ni actos públicos, pero sí participaron en Carpa de La Reina de Violeta Parra, disco que mostraba a algunos de los intérpretes que participaban en el centro cultural homónimo. En todo caso, ellos no creían en la militancia a ultranza. Ya es recordada esa frase que cita Marisol García en Canción Valiente (Ediciones B, 2013), “El que milita a ciegas termina cantando consignas”. Y es que le deben más a la poesía; de ahí que su sintaxis y problematización realista, incluso esas espaldas que se le da al público –al decir de Tabarovsky–, configuren una real posición política que bordea, sin decir compromiso, la obra de Quelentaro.

+ Pablo Sheng (Santiago, 1995), escritor, fue becario del taller de poesía de la Fundación Neruda, obtuvo el Premio Roberto Bolaño de novela los años 2016 y 2017, publicó Charapo (Cuneta, 2016) y escribe para Revista Santiago.