Peluches. Pablo Sheng

Si me sobra plata, juego en la máquina de peluches. Nunca he ganado. Los intentos, siempre infructuosos, como si la grúa que dirige el camino hacia el montón de peluches tuviera una traba, o cuando el metal llega a uno de ellos y lo agarra, de pronto, las pinzas se abren y lo sueltan.

Como tengo una fascinación por las reproducciones de monos –la humanidad es la mímesis de un primate–, busco en las máquinas chimpancés, monos arañas, papiones sagrados, mandriles, monos ardillas, alguno que acompañe al mono de madera que está sentado en el estante más alto de mi biblioteca. Este me maravilló por su forma, la elasticidad de sus piernas y brazos, la falta de barniz y hechuras descuidadas: alguien marcó sus facciones y dedos con plumón negro. El mono está ahí, quieto y mirando fijo al horizonte, acompañando los libros, cercano a un buda de oro que protege en su asiento monedas y billetes de luca. Para la suerte, me digo, para ganar un mono –o cualquier peluche a estas alturas– en la máquina.

La semana pasada fui al zoológico. Imposible evitar el aviario, las cacatúas blancas, los pavos reales, mezclados con ratones, tórtolas y palomas que el cerro yergue contra lo artificioso del recinto. Ese día, muchos niños, con sus padres, aprovechando las vacaciones de invierno, vestidos con sus mochilas que emulan troncos de animales, monos, jirafas, o incluso dibujos animados como Bob Esponja, los Minions, o niños enmascarados de Gokú, de cerdos, de chimpancés y de osos panda. Imposible, entonces, caminar en medio de los niños sin tropezar con alguno; imposible admirar con calma a los papiones sagrados, en especial a uno, al líder meditando en lo más alto, los demás pellizcándose pulgas, comiendo zanahorias, hojas de repollo y lechuga; admirar al panda rojo, traído de Japón, un animal rojizo, de cola ancha y cabeza de gato, pero robusta y gruesa, de tonos blancos en las mejillas y bigotes alargados en las comisuras del hocico.

Del cerro, la vista hacia la ciudad. El edificio Telefónica, con su ridiculez, también en un afán mimético, reproduciendo celulares del año dos mil; la extensión de Santiago en un capa de edificios, una capa a lo ancho del gris, del oriente al poniente y, así, del norte al sur, los límites que solo desplazan viviendas. Otra vez mirando el smog en un día claro de invierno, de mañanas y noches frías, como si no bastara tomarse una Coca-Cola para refrescar la garganta durante el paseo. ¿Adónde irán esos monos cuando mueran? ¿A un depósito de cadáveres de animales del Zoo? ¿O repatriados al lugar donde los pillaron? ¿Quizá a una especie de fosa común? ¿Mejor: serán disecados?

Imagino una máquina de animales embalsamados, chicos, monos tití, ranas y sapos, a la salida del super y yo intentando, con la grúa, obtener uno, gastando los vueltos. Toda máquina supone una adicción, de lo que sea. Recuerdo haber estado en Los Vilos, y su avenida principal ‒además de farmacias, botillerías, supermercados, restoranes y tiendas de cachureos‒ llena de casinos en almacenes, máquinas de azar de todo tipo en su interior, no solo de peluches, también para apostar. Como la cascada de monedas, donde se lanza una moneda por un orificio para derribar otras monedas y así estas salgan; como la de las frutas, las ruletas, los dispensadores de chicle y dulces; como la de pelotas saltarinas; como las tragamonedas que emulan un mundial de fútbol al azar.

En Pichilemu, alguna vez, tuve la adicción de meterme en los almacenes para jugar. Solo salir para comer empanadas de queso en los locales del frente. La capital del surf podría ser otra de las capitales de las máquinas, al igual que Los Vilos, quizá otra capital de las empanadas fritas y las apuestas.

El peluche que gané no es un mono. Es una rana. Creo que nunca volveré a mirar con otros ojos las máquinas. Debe ser por la sorpresa. Nadie, nunca, espera ganar un mono de peluche que siempre se ha escurrido frente a tus propios ojos, que no alcanza a llegar al foso que conecta ese mundo interior con el exterior. Pienso, a veces, que lo gané porque escribí sobre un mono de peluche que salió a la calle. Como si la escritura vaticinara las cosas. Pero no: solo fue azar, y ese azar permite que escriba sobre cómo gané un peluche en el supermercado Jumbo de Grecia con Macul. No tenía monedas y Sofía me dio una después de hacer la fila para pagar. Dictaminé que si no obtenía esa rana dejaría de escribir sobre los peluches. Ese azar no tenía sentido y el absurdo de la fisonomía de la rana me hizo caminar con ella hacia la casa, sosteniendo la felpa verde y la reproducción de una falda rosada, sus ojos saltones de plástico, y ahora el encierro, otra vez, en mi closet.

Si viera a alguien con un peluche así, caminando por la calle, pensaría en la posibilidad de un regalo, pololeo supongo, regalo para el niño de la casa, no sé, jamás la suerte, haberlo ganado.

Llegando a mi casa hay un puesto de peluches. Desde que tengo memoria están en la esquina de Avenida Perú con Dominica. Los peluches al aire libre. De todo tipo, es decir, monos, osos, ranas, Minions, Homeros Simpson, tigres, corazones y frases de amor cuando San Valentín, volantines incluso en fiestas patrias. Un taxista, el otro día, contaba que hace 30 años que ve el puesto, atendido por las mismas personas, un joven que no pasa los 25, una señora ya mayor y alguien que parece ser su esposo. Tengo entendido que los guardan en una bodega, al lado de una automotora y de una botillería. Hace unos años, compré un Homero Simpson. Lo tuve en mi pieza hasta hace poco. Ocupaba un espacio molesto en la cama, lleno de polvo, de pelos de gato. Su camisa blanca estaba gris.

¿Cuándo liberaré a la rana de su encierro? Sacarla de allí no significa liberarla si el mundo que ahora conoce es mi ropa, la cama, el escritorio y la ventana para respirar y contemplar el verdor del cerro. Nunca lo he acercado a otras miniaturas, los personajes de Dragon Ball que protegen la biblioteca junto al mono de madera, los budas y el manekineko. Prefiero que se conserve adentro, medite entre las rendijas de polvo en los estantes. No me gusta que mi gato la vea. Le provoca extrañeza, la ataca y muerde. Pero creo que su azar fue ese. La precisión de la grúa de la máquina la trajo hasta aquí.

+ Pablo Sheng (Santiago, 1995), escritor, fue becario del taller de poesía de la Fundación Neruda, obtuvo el Premio Roberto Bolaño de novela los años 2016 y 2017, publicó Charapo (Cuneta, 2016) y escribe para Revista Santiago.