Maquillar una ola. Martín Tugas

Cuando un buen amigo abandona Santiago, algo se nos va.  El living de una casa por ejemplo. Si viviéramos en Nueva Imperial o Puerto Saavedra, se nos iría algo imperioso. Porque quizás quedaríamos realmente solos. Acá las marejadas sirven a la metáfora, allá él mar podría arrebatar algo concreto. Resulta que esta corriente es única y su violencia compite en turbulencia a los maremotos tangibles. No creo que haga falta recordarlo, pero es que en esta ciudad vivimos millones y el naufragio es excesivo.

Que destino improbable. El asesor Fernández  me vende la pantalla de su ordenador a muy buen precio para comprar un pasaje a Caracas. Debo pagar en efectivo. Le sugiero cargue sus maletas pensando en el volumen y no en el peso. Toda esta ropa invernal me sobra. Todos esos muebles. Me sobra todo. Lo que no sobre lo voy a enviar en cajas a Talca. Eso me dice. No creo que nos sorprendan sus apegos. En cajas va guardando libros, vinilos y cuadros. Nada más.

Yo no sé cómo será un Ministerio de Economía en Venezuela. El prejuicio me hace pensar en una custodiada caja de cartón donde se guarda lo recaudado en una rifa. Una enorme caja llena de billetes de una denominación infinita. Imagino todo eso, pero también imagino un contingente de funcionarios competentes tratando de cuadrar un triángulo. Malabaristas ingeniosos y herreros con un martillo. El asesor Fernández es un hábil mercenario, lo suyo es el manejo comunicacional en situaciones de crisis. Cuanto trabajo por delante. Le pagarán en dólares. Que crudeza. Si estás aproblemado te giro diez, le digo. Y me salvas la vida, me contesta.

Hay una literatura latente,  algo más que un tópico. Un estilo soterrado. Disuelto de a poco mientras se daba por perdida la guerra fría y todo se volvía tibio. Un viaje al corazón mismo de otra revolución  fallida resulta fascinante. Un viaje al siglo XX pero con drones. Me voy a Nicaragua, llego a El Salvador, me escondo en la Sierra Maestra, soy un héroe de Playa Girón y me lanzo de un rascacielos vidriado. Escapo mientras llueven escombros del Ministerio de Economía  bombardeado por los yankees. Hay mucha literatura escrita por simples testigos de la historia. Escritores de diarios, crónicas y memorias. Autores latinoamericanos que podrían fundar un nuevo género llamado la comedia roja.

“Una tarde tuve el placer de conocer a un chileno que se encontraba de paso por Cuba y que no era enviado por el Partido Comunista;  cosa rara. Era enviado por la Empresa de Comercio Agrícola de Chile para cumplir una misión oficial en ese país, desembarcando arroz chileno que iba a mitigar en algo la enorme escasez de ese producto por aquellos días”. Eso lo escribe Jaques Lagas en sus “Memorias de un capitán rebelde” editadas el año 64. El fue un piloto de guerra de la Fuerza Aérea de Chile, que desertó para enrolarse en la Fuerza Aérea Rebelde de Cuba. Con diferencias, algo semejante podría ocurrir en el puerto de Maracaibo. Mi amigo podría estar en la dársena conversando con el inspector de aduana. Puede llegar al hotel, beber agua y coger un lápiz si quiere.

Se puede maquillar la magnitud de una ola. Con pasta de muro y pintura este departamento puede quedar impecable. Se puede gastar en arriendo cuarenta dólares y no cuatrocientos. Pasado mañana este escritorio atestado estará vacío. Yo me llevo el monitor. El asesor Fernández se lleva sus libretas.

+ Martín Tugas. Santiago, 1983. Estudió en Valparaíso, ex Marino Mercante y librero, dueño del Café San Isidro.
+ Imagen: Anthony Ausgang