Notas de viaje: Un rebaño de gorilas. Ricardo Vivallo

1

Un rebaño de gorilas saliendo de la nada. Eso imagino que son las nubes que veo por la ventanilla del avión.  La frase es de Saer, del libro Cicatrices. Lo leo a ratos, intercalando la lectura con la contemplación casi infantil del paisaje que sobrevolamos a una velocidad imposible. A mi izquierda, separada por un asiento vacío, una muchacha duerme con la boca abierta. Vuelvo a Santiago después de una semana en Bolivia. Atrás quedan el sol blanco y fulgurante de La Paz, el mareo gozoso de los primeros días; atrás queda el cielo amplio y cercano, atrás queda la deriva de sus callejones, la falta de aire, la taquicardia, el alboroto interno de la sangre. Todo eso va quedando atrás, es decir, desaparece. Un rebaño de gorilas que bien podrían ser camellos blancos en una procesión masiva por el desierto. Abro mi cuaderno, y apoyado en la mesita plegable, copio la frase de Saer. Noto que la muchacha me mira y exagero el gesto de la escritura, no sé muy bien por qué. De inmediato me siento inmensamente ridículo y escondo el cuaderno bajo el asiento. A lo lejos, ahora, se ve el mar y las nubes son solo una masa lisa, uniforme y tensa.

2

El taxista que me lleva del aeropuerto del Alto al hostal me confiesa que mientras trabajó manejando un camión, más de una vez pasó cocaína hacia Chile. Lo cuenta con toda naturalidad. «¿Allá sí hay mucha droga?», me pregunta con una sonrisa. «Muchísima», le digo. El taxista me cuenta, entonces, que estuvo trabajando un tiempo en Chuquicamata, y mientras vivió en Calama, más de una vez pudo presenciar cómo llegaban los burreros a la misma pensión en la que él alojaba. «Llegaban todos sucios, cubiertos de tierra», dice. «Un hombre los estaba esperando. Les entregaba ropa nueva, los burreros se bañaban, se vestían y regresaban esa misma noche». «Allá —le digo— hay un programa de televisión que muestra cómo la policía persigue burreros por la frontera». El taxista sonríe y dice: «Sí, allá hay mucha más droga que acá, ¿no?».

3

Me muevo despacio, en cámara lenta, para no apunarme. Intenso dolor de cabeza desde hace varias horas. Larga caminata sin rumbo por calles estrechas y empinadas, atestadas de comerciantes. Entro al mercado Lanza y doy una vuelta rápida, sin detenerme a mirar nada, todavía con el ritmo frenético de Santiago encima. Entro a la catedral siguiendo a un par de turistas brasileños y tomo una foto borrosa con el teléfono a un altar iluminado con guirnaldas de luces led rojas, verdes y blancas. En la vereda un hombre convulsiona a los pies de un policía y todos pasan de largo sin siquiera mirarlo.

4

«Cuando vi que se podía fumar en los bares, dije: acá me quedo», dice el argentino, mientras le da unos golpecitos al cigarro contra la superficie de la mesa. Las botellas de Huari se vacían apenas el mesero las trae. Al ver el libro de Saer que ando trayendo, me dice: «Saer está bien, pero mi favorito es Laiseca». Le digo que de Laiseca solo leí los Poemas chinos y el argentino se echa hacia atrás, y exhalando una densa nube de humo, hace un gesto reverente con las manos. Cuando le pido fuego, me pasa un encendedor blanco con la imagen impresa de una mujer voluptuosa en un traje de baño negro. «Pedí el más barato y esto fue lo que me dieron», dice al ver que me lo acerco a los ojos para observarlo mejor. «Che, te lo regalo», dice. «Salud».

5

El lento y rítmico desplazamiento de los carros amarillos del teleférico/ El Illimani —siempre nevado, como dijo el taxista— al fondo/ Los escarpados y grises cordones montañosos/ La ciudad desparramada hasta rincones imposibles/ Las luces amarillas que empiezan a encenderse y —cito a Vizcarra— es como si el firmamento descendiera de pronto/ El viento gélido que se mete dentro/ La lentitud, la pacífica cadencia de los elementos/ La atmósfera vagamente lunar, retro-futurista.  

6

Se me da bien esto: deambular sin rumbo por calles de una ciudad desconocida, vacío de todo propósito, de toda urgencia. El pensamiento entregado también a un calmo devaneo. Ser extranjero, a ratos, es como ser invisible. Es asumir o adoptar una condición flotante, vagamente espectral. Y eso me gusta, me acomoda. Por ahora.

7

Antes de subirse al taxi, Anahí me pide que anote la patente y como no tengo lápiz, le tomo una foto con el teléfono. «Gracias», dice y sube al auto, que se aleja rápido por la avenida vacía. Mientras camino de vuelta al hostal, tres perros que salen de una casa me rodean y me ladran furiosamente. Sigo de largo, los ignoro. Siento cómo me rozan las piernas con el hocico, pero, extrañamente, no tengo miedo.

8

Intento llevar un registro exhaustivo del viaje, pero al segundo día dejo de lado el cuaderno. La experiencia, otra vez, vence a la imposición de la escritura. Y más que por desidia, renuncio a escribir para no fijar el recuerdo, para dejarlo así como es ahora: borroso, elusivo, sugerente.

9

El argentino saca de su mochila una botella de singani y llena un un vaso corto de tequila. Toma un trago y me lo ofrece. Quema, pero tiene un regusto dulzón, amable. No nos damos cuenta y ya nos bajamos la mitad de la botella. «Mañana, probablemente, no recordemos nada de todo esto», le digo. «De eso se trata», me dice.

10

Mientras se eleva el avión, no despego mi vista del imponente Illimani, quiero grabarlo en mi memoria, incorporarlo como un símbolo, no sé bien de qué, de algo grande, luminoso e inalterable, supongo.

11

Apenas el avión aterriza, la muchacha a mi izquierda se levanta y se aleja por el pasillo mirando su teléfono. Una vieja que va a delante se persigna. Mientras espero a que la gente se baje, leo a Saer: «Comienza el extrañamiento. Viene de golpe. Es un sacudón —pero no es un sacudón— brusco —pero no es brusco—, y viene de golpe. Por medio de él sé que estoy vivo, que esto —y ninguna otra cosa— es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro».

12

En la mañana, el colombiano me cuenta que esa misma noche lo echaron de un bar por ser blanco. «Al principio pensé que la chica, no sé, me estaba coqueteando —dice—. Me miraba todo el rato, y yo le sonreía de vuelta. Pero cuando ya estábamos todos bien borrachos, se levantó y me dijo que no era bienvenido ahí, que mejor me fuera. Nunca me había pasado», dice. «Me sentí como la mierda». «Sí —le digo—, me imagino. Por suerte acá yo no tengo ese problema». «¿Cómo es allá la cosa?», me pregunta. «No muy diferente», le respondo.

13

Desde el teleférico que sube hacia el Alto, la ciudad parece hecha de cartón. Una enorme maqueta. Una infinidad de cajas de cartón pegadas una junto a la otra, en un orden que desarma toda lógica. El carro avanza despacio, suspendido de un grueso cable de acero. Apenas se mueve y la sensación que transmite el desplazamiento es de una asombrosa calma. Cuando sobrevolamos el cementerio, la mujer que va sentada a mi lado cierra los ojos.

14

Basta una leve turbulencia para que mi mente empiece a fantasear con la idea de una catástrofe inminente. Intento imaginar la sensación de vértigo total, de absoluto desprendimiento, la velocidad incontenible de la caída. Imagino el estremecimiento, el ruido del fuselaje que empieza a desprenderse, una puerta que se abre, imagino los gritos de la gente, el vaivén de las mascarillas de oxígeno sobre las cabezas, el tránsito atropellado de la tripulación por el pasillo. Imagino la explosión de imágenes en la conciencia, la sucesión atropellada de fragmentos que pasan frente a mis ojos, probablemente cerrados, mientras espero el golpe, el desmoronamiento, el definitivo y súbito apagón. Imagino la sombra de las nubes que pasan indiferentes, sobre los restos humeantes de todos nosotros. Y me parece inmensamente bello. Morir así, cayendo del cielo, atravesándolo como un incandescente y grávido meteoro.

+ Ricardo Vivallo (Santiago, 1984) escritor y artista visual, es fundador y editor de Libros Tadeys, sello independiente dedicado a la poesía y la narrativa contemporánea. En 2015 ganó la beca de creación del Fondo del Libro y fue finalista de los Juegos Literarios Gabriela Mistral; en 2016 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de revista Paula y en el XIII concurso Stella Corvalán, género poesía. Publicó el libro Cuaderno de Guayaquil con Saposcat.