María, ícono del feminismo. Silvia Veloso

Poco se sabe de María mujer. De María la virgen y los milagros, teólogos mariologistas y contra teólogos lo han escrito todo. Asuntos de fe y dogma siempre discutidos y sacramentados por hombres que millones de personas creen y a las que hay que respetar, aunque uno no comulgue con ellos. Zanjada la cuestión de los respetos, habrá que exponerse a la quema.

Hoy concebir sin conocer varón no es nada extraordinario. La fertilización asistida lo hace posible. Muchas mujeres eligen esa opción. Técnicamente hasta se puede ser virgen. También hay hombres que acceden solos a la paternidad, aunque el proceso sea más complicado. En breve, es probable que la reproducción pueda prescindir de óvulos, esperma y útero, bastarán unas células para crear embriones que prosperarán en incubadoras

La ciencia es una artista desmotando mitos. Aunque hay que reconocer que la fría lírica del laboratorio dista bastante de la plasticidad sugerente de los cuentos alegóricos. Tal vez cuando la ciencia resuelva todas las preguntas queramos regresar a los mitos. Al final, mejor o peor contado, somos relato.

Cada cultura ha apañado sus narraciones y creado sus íconos para justificar la discriminación de todo un género relegándolo a la sumisión. En el Occidente post romano, le tocó a María. Durante los últimos dos mil años, toda la metralla ideológica del aparato político descargó en un solo nombre. Sirviéndose de la religión como brazo de propaganda, construyó una figura de culto que glorificaba un modelo preciso y único de mujer, el títere adecuado para garantizar sus intereses. Abnegación, pureza, castidad, aceptación del deber, nada faltó para configurar el arquetipo idílico de la mujer sumisa plegada al género dominador y a su destino. Un modelo casi divino para inspirar a imperfectas y pecadoras mujeres de carne y mantenerlas a raya.

¿Por qué? ¿Fantasía sexual del patriarcado? ¿Error de cálculo? ¿Palabra de Dios? Nada muy esotérico, economía de la de contar con los dedos y algo de intuición.

Antes de dar con el ADN y con los métodos de contracepción y de reproducción asistida, la mujer tenía cierta ventaja natural sobre la filiación. Aun en los casos en los que dudara sobre la paternidad de su hijo, su maternidad era siempre cierta. No así le sucedía al padre. Endosarle un hijo a un espécimen ajeno a los genes del vástago resultaba una argucia relativamente sencilla. Visto de ese modo, el poder del útero sería algo más sutil y peligroso que la mera función biológica de nido incubador. El poder del conocimiento abría peligrosamente la puerta a la posibilidad de manipular el origen de la descendencia.

El sexo al que la naturaleza hizo más fuerte tenía un talón de Aquiles. Y para proteger ese punto débil tan ajeno al dominio de la fuerza física, pero de importancia vital, la solución salomónica e imaginativa fue poner en marcha una férrea maquinaria de control sobre el cuerpo de la mujer. Invistiéndolo de un complejo andamiaje ideológico, lo anuló como sujeto de derechos individuales y lo convirtió en territorio y objeto político. Negociable y fuera del negocio. Doblegar el deseo y la voluntad femenina para controlar lo que entraba y salía de su útero, se transformó tempranamente, si no en cuestión de Estado, en cuestión de género.

Muy descansado en estas razones, el patriarca garantizaba la legitimidad filial de la herencia y la conservación del patrimonio dentro del linaje. Nadie trabaja y acumula para que, mucho o poco, el fruto de su empeño se lo lleven genes desconocidos. El gen egoísta no es el más apto o el más fuerte, si no el que más y mejor se reproduce y prospera.

De paso, el sistema servía para proteger a las comunidades de aberraciones genéticas derivadas de la endogamia. Sin más métodos de contracepción que los naturales, ya intuían que la promiscuidad y la falta de conocimiento del origen cierto de sus miembros los exponía a ese riesgo.

La leche y la carne de una vaca o una cabra y los campos alimentaban a la familia, el útero de la mujer aseguraba la descendencia. Bienes todos muy valiosos que convenía mantener bien protegidos y vigilados detrás de un cerco. Por arriesgarse a conocer y morder manzanas, nos sacaron a todos del paraíso cargando de un solo lado la culpa. Por saber que podíamos hacer pasar gato por liebre, a la mujer le pusieron un grillete que todavía arrastra.

Desde las venus paleolíticas, sin rostro y de abultados atributos sexuales, hasta la más sofisticada figura de María, virgen, glorificada madre de Dios con nombre propio, el constructo tejido en torno al cuerpo de la mujer no ha tenido más fin que proteger ese talón de Aquiles. Pero la revolución del ADN cambia radicalmente el escenario. No hace falta una maquinaria de dominación para saber de quién son los genes que portan los hijos. Basta un simple análisis. Ante la perspectiva de embriones creados a partir de células incubadas, el propio útero perderá mística y misterio. Pero dividir el poder debilita al poder que no suele estar muy predispuesto a hacer concesiones. Los hábitos adquiridos por siglos de adiestramiento ideológico, o psicótico, no se abandonan fácilmente. La mente humana es terca y resistente al cambio.

Liberada por el ADN y despojada de dogmas, es probable que la María histórica fuera una mujer como cualquier otra. No menos valiosa por no haber sido insuflada por el espíritu. Como aventura la académica Jane Schaberg en ‘The illegitimacy of Jesus’ (1), tal vez sola, quizá violada, en cualquier caso, sacando adelante a su hijo como tantas madres hoy y a lo largo de la historia. Esa interpretación de las escrituras también puede tomarse como una especulación que se acomoda a otras ideologías, pero a esa María, menos ideal, con contradicciones y conflictos, quizá la comprenderíamos mejor.

Aunque sólo fuera por cargar dos mil años con el cliché opresor de una construcción ficticia y con el peso de los estigmas que modelaron el prototipo para perpetuar y justificar la discriminación sistémica, María la mujer mercería una revisión. Sacarle ese corsé y convertirla en un ícono liberado del feminismo. Demasiadas mujeres han muerto ya en las hogueras para que más mujeres sigamos condenándolas.

En los hechos que se consideran históricos, no es difícil intuir a una mujer de su tiempo en el contexto convulso que le tocó vivir. Como cualquier madre, incondicional a su hijo/hija -lenguaje inclusivo. Al final, mientras otros negaban, ella estuvo allí bajo la cruz. Y el dolor del padre, si lo hubo, no fue mayor que el suyo.

(1)   The Illegitimacy of Jesus: A Feminist Theological Interpretation of the Infancy Narratives, Jane Schaberg.1990.

+Silvia Veloso (Cádiz, España 1966). Es autora de los libros Sistema en caos y Máquina: la educación sentimental de la inteligencia artificial’ (2003, finalista del Premio Macedonio Palomino, México, 2007) y El minuto americano (2009). Algunos de sus textos aparecen en la compilación Gutiérrez de A. Braithwaite (2005) y Pzrnk: Alejandra, nenhuma palavra bastará para nos curar, ensayo y traducción al portugués de poemas de Alejandra Pizarnik,  Instituto Interdisciplinar de Leitura Cátedra UNESCO PUC, Rio de Janeiro (2014). En 2017, el proyecto ‘Relato de los muros’ fue exhibido en forma de instalación en la XX Bienal de Arquitectura (Valparaíso, Chile). Socia de Barbarie, pensar con otros.