La vida sigue: Kintsugi de María José Navia. Juan Rodríguez M.

  1. Un hombre abandona a su familia sin aviso, la mujer le cuenta a sus hijos que el padre volverá, pero no volverá; la hermana de la mujer cuida a los niños, le pagan y entonces la tratan como familia y como empleada; los niños crecen, uno es médico, pediatra, tiene hijos o quizás solo una hija y, si no me falla la memoria, también está separado; otro es profesor, pero probablemente no quiere ser profesor y lo consume la tristeza; la otra se desarraiga en Estados Unidos, donde ni se esfuerza por tejer nuevas relaciones.
  2. Kintsugi, la novela de María José Navia (Kindberg, 2019) teje o tal vez deshilacha una historia familiar, enfoca las trizaduras de vidas individuales y de una vida familiar. Kintsugi, según se explica en la contratapa del libro, es una técnica japonesa de reparación; más bien es el arte de arreglar cerámicas rotas de tal manera que las trizaduras se luzcan: la belleza está en esas trizaduras, se embellece la falla (creo que con oro) en una suerte de perfeccionamiento de la imperfección: en vez de negarla se reafirma la rotura que es esa cerámica. Y que son esas vidas –esas vidas que siguen– en la novela de María José Navia.
  3. La vida sigue, dicen, decimos. Si estamos muertos no sigue, creo yo; pero imaginemos que estamos vivos, todavía; como los personajes de Navia, algunos al menos. Entonces, repetimos, la vida sigue. ¿Sigue la vida con nosotros, sin nosotros, para gusto o para pesar de nosotros? Probablemente todas las anteriores: la vida sigue, seguimos. Suena a inercia. La inercia es una de las leyes de Newton, esa que dice, creo, que un cuerpo tiende a permanecer en el estado en que se encuentra, salvo que alguna fuerza intervenga, ya sea para moverlo, para detenerlo o para desviarlo. La inercia vital y literaria, podríamos decir, es aún más fuerte que la newtoniana: porque pase algo o no pase nada la vida sigue. ¿Y qué podemos hacer nosotros si no nos gusta? ¿Embellecerla? ¿Enchaparla en oro? ¿Decir sí a lo que de todas formas será?
  4. Que de todas maneras sea algo no es determinismo, no es predestinación; necesario es lo que ocurre, no lo que ocurrirá (o no). La contingencia es necesaria, cuando ocurre, no antes ni después; este tecleo, un virus, la cuarentena, la ida de ese padre o de esa hermana (¿o era una hija?). Porque hay contingencia hay cambio, convergen y divergen las cosas: para explicar el cambio los atomistas griegos idearon el concepto clinamen, un leve y al parecer espontáneo desvío en la trayectoria de los átomos que llevaba a que unos chocaran con otros y de ahí brotaran las cosas del mundo, las distintas configuraciones de átomos que somos las cosas del mundo; hasta que nuevas desviaciones, imagino, nos transforman en otra cosa: en hijos abandonados, por ejemplo, en vidas reparadas que siguen, o en el humus que defecan los gusanos luego de comernos (que también es una forma de seguir la vida, no sé si nosotros).
  5. En realidad fue el poeta latino Lucrecio, en De rerum natura, quien bautizó como clinamen a la desviación fortuita de los átomos de la que hablaba el griego Epicuro, padre del hedonismo. El poema de Lucrecio es un canto a la naturaleza material del mundo, a la incertidumbre del universo y, claro, a los cuerpos. Desde que fue redescubierta, fortuitamente, en 1417, la obra de Lucrecio impactó fuertemente en las mentes que dieron paso al renacimiento y la ilustración, como si el propio poema fuera una prueba de la teoría del clinamen, una trizadura en el universo medieval, en el cuerpo medieval, un desvío, una incertidumbre. “El cuerpo allí era algo que caminaba, que comía -nunca lo suficiente-, que se movía”, se lee en Kintsugi. “Funcional. Básico. Sus manos estaban ahí para lavar platos; sus piernas, para llevarlas a todas partes. Sus labios estaban resecos, tenía los brazos inflamados de picaduras. El cuerpo, su cuerpo, era un país extranjero que reconocer. Ese cuerpo que ahora soportaba temperaturas que nunca antes había experimentado, que se lavaba con agua siempre fría, que ya no tomaba ni comía productos procesados. Su cuerpo que, a veces, cuando la desesperación era mucha, soñaba con otros cuerpos y por la mañana se despertaba jadeando”. De rerum natura significa “sobre la naturaleza de las cosas”.
  6. “Tal vez si uno decide irse es mejor así: desaparecer y que otros se encarguen de las versiones de la historia”, escribe Navia. Que los otros hablen por uno y que la vida siga, para los otros y para uno. Desviados. ¿Pero qué historia contarán? ¿Una historia fea? ¿Una bella? ¿Una verdad? ¿Una mentira? Navia se refiere al hombre que abandonó sin hablar a su familia, que siguió su inercia y le dejó también la inercia a su mujer, que desvió la trayectoria de todos: “Caro cree que lo ha hecho bien, pero yo no estoy tan segura. Ya van a llegar las preguntas. Ya va a ser la hora de sentarse con sus hijos y explicarles que José ya no está, ya no va estar”. ¿Cuál será entonces la inercia de esos niños? ¿Su historia? ¿Sus desvíos? ¿Cómo seguirá su vida? De eso trata el libro, esta versión por escrito del kintsugi.
  7. Claro que este arte de Navia es sui generis, porque ella no esta reconstruyendo algo roto, está construyendo algo, su novela, esa historia, como algo roto y reparado. Es la historia de unos seres rotos. Su cerámica está originalmente trizada. “La luz fluorescente del hospital le molesta en los ojos. A todos les queda mal. Sanos y enfermos”, esa es la vida, la vida que sigue, del hermano médico. La de la hermana o hija (se me confunden los personajes, los fragmentos) autoexiliada es la de ayudar a otros para evitarse a sí misma: “No puede vivir sin ayudar. Se quitaría uno a uno todos sus órganos para volver a armar las vidas fragmentadas de los demás”. Navia, o mejor, la narradora hace lo mismo con las vidas que cuenta: arma sus fragmentos y sale de ahí con una novela.
  8. “Todo sigue como si nada hubiera pasado”. ¿Sigue la vida cuando terminamos Kintsugi, la vida de ese libro, de aquellos en ese libro? La nuestra sigue, sí, igual o distinta, sigue igual o distinta según el impacto del libro; pero incluso si lo olvidamos, al libro, a esas vidas trizadas, ¿no están ahí, en algún lugar de nuestra inconsciencia, como nuevos fragmentos de nosotros que somos y no somos los mismos, pequeñísimas posibilidades de desvío, clinamen? “Quiero que me rompas”, dice alguien. Y la vida sigue, de un modo u otro; hasta que no sigue. Pero cuando no sigue todavía hay otros que pueden contarla, y a eso lo llamamos ficción, esa rareza que ni es verdad ni es mentira; la belleza, la fealdad, el desvío.
+ Juan Rodríguez M. (Santiago de Chile, 1983) estudió filosofía y trabaja como periodista en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio. Acaba de publicar el libro de entrevistas Descartes periódicos (La Pollera).