Djokovic y el fracaso: la noche de la final del US Open 2018. Florencia Edwards

Por primera vez estoy conmovida con el tenista serbio Djokovic. Para los que no saben -y me incluyo en ese tipo de personas que no se enteran de deportes-, Djokovic ganó el US Open contra el Argentino Juan Martín del Potro y pasó a ser un tenista al nivel de Pete Sampras, por la cantidad de Grand Slams ganados. Es difícil que no me obsesione con un tenista al que le dicen el escapista, porque logra sacarse pelotas tan difíciles como escapar de esposas metálicas, de camisas de fuerza, de celdas de agua, como lo hacía Houdini… Hay una casualidad no menor, que permite relacionar más aún Houdini y Djokovic: el primero es de Hungría,  y el segundo de Serbia, países vecinos y que comparten 151 kilómetros de frontera. Mi fijación con Houdini me permitió mirar por primera vez con atención a Djokovic, y dedicarle toda mi tarde a su final en el Grand Slam.

Cuando terminó el partido, y mostraron los movimientos de Djokovic en cámara lenta, era como ver las pruebas de movimientos del robot de 4 patas llamado Spot, robot que demuestra los principios y la complejidad de la coordinación entre las extremidades de un animal. La firmeza de Djokovic parecía ser la de un modelo, un ente computarizado, una animación en 3D hecha para explicar a un niño cómo funciona el movimiento del cuerpo.

Después del partido los comentaristas mencionaron que el 2017 parecía que el Serbio jugaba como si se le hubiera olvidado jugar tenis… qué horrible. Me lo imagino con la mente completamente enredada durante un año, sobre racionalizando el juego, su cuerpo, el dolor en el codo, sus pasos, victimizandose, me lo imagino así, enfermo, para haber llegado a ese nivel de verse torpe y desarmado en sus canchas, y saliendo de los partidos con vergüenza. Se hablaba de que tenía problemas mentales. The Guardian escribió que nunca quiso agrandar su cuerpo y eso le trajo problemas, hasta el punto de que su entrenador, Andre Agassi, lo abandonó. Se escribía en los diarios sobre “el otoño, el crepúsculo de Djokovic, de su carrera”. Pero los comentaristas destacaron que con resiliencia retomó de a poco, hasta lograr el triunfo de Wimbledon  2018 y ahora del US Open. Qué alivio haber visto este partido y sentir que existe un tipo de redención para él, un tipo de perdón, y que quizás también existe un perdón para el resto de nosotros cuando caemos en un laberinto mental tan grande que te hace demostrar de forma pública, a todos los que te conocen y que te importan, lo peor de ti.

La semana pasada, envié una crónica a esta revista que no quedó muy bien. Entusiasta por probar transcribir y ordenar pedazos de mi diario de vida que me parecían importantes, estaba  contenta de que no tenía que ser perfeccionista, porque pensé que un diario de vida es un registro casi arqueológico, y todo lo anotado, lo bueno, lo malo, lo desordenado, lo vergonzoso y tonto tiene un valor porque en un año y día específico, lo anotado existió en la mente de la persona que escribió el diario. Pensé de la forma más rudimentaria que suelo pensar: si existió, es honesto, es un pedazo de verdad fosilizado por el tiempo y el espacio en el que se anotó. Eso quiere decir que es un tipo de Verdad, y la verdad es buena. Eso pensé. No se me pasó por la cabeza que podía estar mal escrito, o que fragmentos que elegí no se relacionaban entre ellos, o que incluso las anotaciones de un  diario de vida pueden ser forzadas, poco honestas… Transcribí ciegamente mi diario a mano, agregué partes, y no corregí casi nada. Después de solo 3 horas de tipear automáticamente y en el delirio, lo mandé para que se publicara. Mientras pasaban los minutos del envío, y leía una y otra vez, lentamente se iba hundiendo en mí el hecho de que no estaba bien, de que nada estaba bien. Me di cuenta de que era flojera, de que se parecía a mi primer libro que es pésimo y que se llama peor, “Queso derretido”… Ese libro lo hice a los 16 años y después de que se publicó la crónica y conversé con varios amigos cercanos, sentía en mi cabeza “volví a escribir como cuando tenía 16, como cuando no sabía ni hacerme entender en un correo electrónico”. A esa edad, un amigo que me mostró Philip K dick, que escribía ciencia ficción, y que era la persona que yo más admiraba a nivel de gustos y trabajo, una noche me dijo eso en persona, mirándome a la cara: “lo siento, escribes horrible, escribes peor que una persona que no se está ni siquiera dedicando a la literatura, y cuando escribe es para comunicar, para ponerse al día, no sabes ni escribir un correo electrónico.” Eso me dolió el doble, porque en esa época -no tengo idea por qué-  mandaba correos electrónicos larguísimos, lateros, a distintas personas al menos una vez a la semana, incluyendo profesores del colegio. Y eran como esos correos que a veces te manda una ex o un ex pololo, tratando de explicar de forma imposible qué fue lo que pasó. Ese era el nivel.

La misma semana que publiqué en esta revista las entradas de mi diario, le había mandado un párrafo a mi amiga Natalia, de un cuento nuevo que estoy escribiendo. Me llegó su respuesta por whatsapp “jajaja no se entiende nada”. Seguían repitiéndose cada una de las palabras que ya había escuchado en voz alta el año 2004.

Por eso cuando escuché a los comentaristas decir que Djokovic jugó el 2017 como si se le hubiera olvidado jugar, aunque suene ridículo me sentí identificada con él.

Me conmoví con el Djokovic del 2017, y la verdad es que me conmoví más con esa versión que ganó ayer, y que hace una historia de redención y auto superación.

Gracias a la historia del tenista, ahora estoy preparada para la noche, que sé que va a llegar más de una vez, la noche en la que vamos a escribir horrible, que vamos a ser mediocres, que vamos a quedar en vergüenza al frente de las personas que más nos importan  y que nos va a afectar más de lo que cualquier cosa así debería importar: vamos a caer en cama como si tuviéramos fiebre; vamos a sentir el susto que sintió el equipo de ingenieros cuando vieron cómo explotó la nave espacial Challenger en el aire; vamos a estar derrotados como Pedro cuando vio a su mejor amigo, Jesús, crucificado, después de haberlo traicionado por cobarde, negándolo tres veces; vamos a estar como estuvo el sábado 28 de Mayo el arquero de Liverpool, Karius, cuando falló en la final de la Champions “cuando menos podía hacerlo y terminó llorando desconsolado”. Todos esos fracasos me gustaría llamarlos, “la noche del mundo”. Esa oscuridad que podía ver Houdini cuando estaba amarrado debajo del agua.

 

+ Florencia Edwards escribe poesía y cuentos. Ganó el primer lugar de poesía, concurso Vita Joven el año 2004. El premio era la impresión de 100 copias de un poemario llamado “Queso Derretido”. El 2009 ganó el primer lugar en el concurso de poesía Universidad Mayor con el poemario “Ya no van a haber robots: aventuras de motel”. El 2010 imprimió y encuadernó, como parte de una colección de libros artesanales creados por el grupo “La Faunita”, su libro de cuentos llamado “Historias de Terror para niños”. Al año siguiente, este libro se tradujo al Francés y se publicó por LC Editions bajo el nombre “Hitler in love”. Actualmente está escribiendo un nuevo poemario para Lecturas Ediciones, y un libro de cuentos para la editorial Saposcat.