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Cuaderno de Guayaquil. Ricardo Vivallo

  • Posted on Febrero 16, 2018Mayo 10, 2019
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do ViTextos y collages de Ricardo Vivallo

Entrevista en Paula, por Daniela González

Ricardo Vivallo, el ganador. Paula 1212. Sábado 19 de noviembre de 2016.

A los 17, cuando salió del colegio, Ricardo Vivallo estaba convencido de estudiar Letras. Lo hizo por cuatro años en la Universidad Católica hasta que, en 2005 y a solo tres ramos de licenciarse, cambió de opinión y –en un acto medio irracional, dice– desertó. Comenzó a trabajar como chofer de un laboratorio clínico, retirando muestras de sangre y de orina de los consultorios; después –y hasta hoy– por medio tiempo en una oficina haciendo inventarios y tareas administrativas. El entusiasmo por la literatura lo fue perdiendo. Hasta 2010, cuando terminó una relación de pareja y comenzó a escribir un diario que, sin quererlo, se convirtió en una necesidad y luego en un hábito que aún mantiene. “Fue decisivo. Después de dejar la universidad no escribí en mucho tiempo. Pero en el diario poco a poco fueron apareciendo cosas: poemas breves, ejercicios narrativos, algunas ideas que empecé a pasar al computador para corregirlas y mandarlas a concursos”, cuenta. En 2011, para el Concurso de Cuentos Paula de ese año, armó un texto la noche antes del plazo final con puros fragmentos de su diario y quedó como finalista. “Fue un gran incentivo y desde entonces no he parado de llenar cuadernos”. En el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral del año pasado obtuvo una mención honrosa y este año ganó con Glosa el primer lugar del Concurso de Cuentos Paula. El texto –un conjunto de escenas muy visuales y con un particular estilo de notas y fragmentos– narra el fin de semana que un padre, una madre y un hijo pasan en unas termas.

¿Por qué se llama Glosa? 
Tiene que ver con la intención de resaltar que el texto no es precisamente un cuento, una obra de ficción convencional, sino más bien un apéndice, un conjunto de notas que hacen referencia a un texto inexistente. Que nunca se escribe.

¿Te acomoda ese estilo?
Sí, se me da sin querer, no es algo que haya salido después de una reflexión. Es una manera de concebir a la escritura más bien visual, con mucha imagen, más que de discurso o de diálogo. Un cruce de imágenes, incluso más cercano a lo que puede ser la poesía. Por otra parte tiene que ver con el ejercicio de escribir un diario. Mucho de lo que hago sale de ahí, de los apuntes, anotaciones.

¿Te arrepentiste alguna vez de haber dejado Letras?
La verdad, no. En algún minuto tuve dudas, porque es difícil encontrar pega si no tienes título. Pero no me vería haciendo clases en una universidad ahora, o en la academia. Nunca me sentí cómodo en ese ambiente universitario.

Tu plan era vivir como escritor.
Uno siempre aspira a vivir de lo que le gusta hacer, pero eso es bien difícil. Sobre todo si los intereses tienen que ver con la literatura. Además, jamás voy a escribir una novela comercial o un bestseller, porque mis intereses no van por ahí.

¿Desprecias ese tipo de novelas? 
Antes era más rabioso con eso. Pero con el tiempo se me ha ido quitando. Uno tiene que hacer bien su propio trabajo y lo que hagan los demás está bien. Es bueno que coexistan todas las escrituras posibles. Decir yo estoy bien y ellos están mal, o querer imponer un criterio a los demás es un poco fascista.

¿Algún narrador de tu generación que destaques? 
Me gustan más los poetas que los narradores, como Germán Carrasco o Francisco Ide. Creo que los poetas están haciendo un trabajo más interesante, toman más riesgos.

¿Por qué?
Porque en poesía hay menos que ganar. No hay muchos premios de poesía, los poetas no venden, no hay editoriales grandes dispuestas a publicarlos. En la narrativa hay algo más aspiracional, puede ser, de buscar que te edite una editorial más o menos grande, o cierta figuración pública. Entonces, el narrador tiende a copiar ciertos modelos que ya están instalados, repetir fórmulas.

Hay mucha verdad de uno en la escritura. ¿Te da pudor que te lean?
Me costó el tema del pudor o la vergüenza, porque soy muy tímido. La literatura es, en cierta medida, un refugio. Pero llega un punto en que uno decide mostrarlo, justamente para romper con esa timidez. Es reparador y saludable hacerlo. Sobre todo cuando ves que lo que estás haciendo puede gustarle a alguien más.

Fuente: Paula

Crítica de Victoria Donoso

“Cuaderno de Guayaquil”: Para quemar la ingenuidad

Los últimos días he pensado en algunas cosas que se mueven. He pensado en este conjunto de libros, todos ordenados bajo el rótulo de “contemporáneos” y “nacionales” ¿Qué podría aunarlos? Es sorpresivo darse cuenta de que existe una voluntad inscrita en cada autor, pero al mismo tiempo, esa voluntad se extiende a un número de personas mayor. Muchos pensaron lo mismo y, en pos de llegar a plasmar esta inquietud que les corroe el alma, terminan tratando sobre los mismos temas.

Si a esta voluntad le sumamos todo el aparataje mediático, el que se ha vuelto aplastante, resulta un panorama bastante más desolador de lo que pensábamos: a diario vemos las promesas de la literatura circular por páginas web, revistas, publicaciones en redes sociales, y hacerse cargo de lo que la gente espera, termina sepultando a aquellos que comenzaban a inscribirse en el panorama literario.

Pero también a veces alguien logra imprimir esta duda que como generación no podemos evadir. Es el caso de Cuaderno de Guayaquil (2017, Saposcat), de Ricardo Vivallo, quien se distancia de las formas de circulación masivas ya vistas, sirviéndose del diario de vida como género, y logra plasmar aquello que ya varios autores jóvenes han buscado. Algo pasa realmente con el libro.

El primer trazo es el del narrador que se presenta de sopetón. Ignorando que el lector se ha inmiscuido en estos papeles tan personales, elige un cuaderno para darnos a conocer las acciones que ejecuta diariamente, sin nunca tener consideraciones para el posible lector. Ricardo Vivallo sugiere una ambivalencia que nace directamente de este personaje del que nada sabemos. Se empieza a formular la irreverencia que atraviesa al libro cuando pasamos páginas y nuestra presencia no es advertida como elemento fundamental de la obra. La invitación se torna completamente ambigua.

La persistencia en la lectura de este diario nace exclusivamente de un valor general. Las anotaciones cortas, que llegan a revelar un mundo interior basto, nos permiten pasar del erotismo hasta la soledad más táctil, pasando por sectores de gran iluminación: “Aprovecho el sol y me instalo a leer en el patio, pero no consigo interesarme en el libro. Me distraigo mirando un enjambre de mosquitos que me hace pensar en el roce absurdo de los átomos en cada cosa. Cierro los ojos y dejo que el sol me dé en la cara. Me abisma pensar que esa tibieza sea algo así como el eco de una cadena de explosiones en el núcleo de una desmesurada masa de fuego suspendida en el vacío a millones de kilómetros”.

Esta irreverencia se vuelve más evidente cuando el narrador mantiene su actitud indiferente. Al poco rato se germina la duda de si acaso no somos nosotros igual de miserables, fisgoneando en Guayaquil con las narices sucias, mostrándonos realmente quién es: un personaje al que no le interesa la apariencia, que toma una posición totalmente sincera en la intimidad de su cuaderno de principio a fin. Este sujeto que anota diariamente sabe mejor que nadie que en la condición de los humanos radica la infamia (probablemente la del lector).

Y ya para el final del libro nos convertimos en un infame cínico, que llega optimistamente a leer cuadernos íntimos y avista collages como quien hojea una revista. El mundo es por completo desolador. Las anotaciones son crudas y no se enlazan nunca con algún tipo de buenismo. En vez de recurrir a la ya tan narrada decadencia de la clase media, Vivallo se nutre de los objetos: los días nublados que son grises y pesado, los días soleados que abruman por una luminosidad insoportable, todo se instala en el declive. La decadencia corroe al narrador por dentro y el mundo exterior explota en lo mismo: pura agonía.

Fuente: CyL

Crítica por Lorena Amaro

Páginas lisérgicas 

Un médico “gordo, mal afeitado y con el pelo seboso”, que le “recuerda a Céline”, le receta al escritor y protagonista de Cuaderno de Guayaquil ciertas dosis de sertralina y clonazepam. Es un 10 de junio; a lo largo de un año y medio las dosis variarán, pero estarán siempre presentes. Escrita a modo de diario, esta primera novela del chileno Ricardo Vivallo (1984) relata la crisis personal de un artista solitario, cuyo entorno social está distorsionado por el abuso de las drogas y el alcohol. También por la posibilidad del suicidio.

La estética del libro, muy cuidada, habla de su relación con el montaje. Entre sus páginas hallamos collagesrealizados por el propio Vivallo, que dialogan con el universo del narrador: figuras recortadas, rostros apenas reconocibles, monstruos sexuales surgidos de un montaje obsesivo y trizado, que hacen un guiño al discurso solitario del personaje y a su observación paranoide del cuerpo y del sexo, al uso de drogas estabilizadoras y al alcohol, que permanentemente quebranta y desestabiliza.

La forma misma del diario, que busca dar coherencia cronológica a un relato, no tiene demasiado sentido, ya que el texto se podría leer sin problemas como una suma de fragmentos en que la temporalidad importa solo a veces. Muchas de las “entradas” del supuesto diario son apenas reflexiones destinadas a la escritura, o citas notables, que como bisturíes cortan la página y la abren en múltiples direcciones. Las alusiones a Jonas Mekas, Cesare Pavese o Kafka buscan inscribir el texto en una tradición diarística, así como el mismo Pavese o Édouard Levé anudan el texto a una palabra suicida. Pero este despliegue de referencias no es suficiente en un texto hasta cierto punto titubeante y desigual, en que el brillo y precisión de algunas imágenes (“El ánimo, una pura ficción farmacológica. Los nervios como de hilo curado”) se contrapone con frases cansinas, breves, que sobreabundan en la depresión del protagonista (“yo sigo estampado en las sábanas sebosas de la cama. Un burdo maniquí de mí mismo”).

La monotonía con que se insiste en un yo narcisista y vacío conduce inevitablemente a aquello que está, por así decirlo, “fuera de campo”. Si bien vive solo, el narrador es hijo de una familia convencional que se reúne en torno a una piscina, una clase media protegida o protectora de este hijo con el que se producen zanjas de silencio. El narrador desprecia a esta familia tanto como a “K”, amante rancagüina, madre de un hijo, a la que humilla, porque para él es apenas la posibilidad de sexo “intenso, sucio y constante”, un sujeto desechable: “La verdad es que a ratos esta mujer me asusta, sospecho que pueda padecer un trastorno mental”.

En esta narración, como en mucha literatura masculina, el envilecimiento de sí mismo pasa por el de los demás, sobre todo de la pareja. La monstruosidad y peligro de lo femenino se condensa en una imagen atroz y sin nombre, una mujer quimérica, irreal: “Le decían la sirena invertida: cabeza y torso de merluza y lo demás ninfa”. Pero ella no es la única: en torno al narrador de Cuaderno de Guayaquil todos los personajes resultan deliberadamente degradados. Desde el primer párrafo sobre el médico gordo y de pelo seboso, hasta los anodinos amigos o la terapeuta, por quien el protagonista siente también impulsos sexuales, y con quien establece una relación parecida a la de Mr. Robot con su psicóloga: “¿Qué tienen sus ojos que me hacen sentir tan vulnerable? ¿Será parte de su entrenamiento? ¿Es consciente de la potencia de su mirada cuando se queda en silencio y me mira fijo?”. Sí, hay algo de la ataraxia de ese personaje en el protagonista del libro de Vivallo.

La escritura acierta en la exhibición de una intimidad lisérgica. Son frecuentes los relatos de sueños o de historias oídas de otros que resultan oníricas, esperpénticas. Así ocurre, por ejemplo, con este sueño metatextual: “En el sueño cagaba y me limpiaba el culo a la vista de todos en una estación del Metro. ¿Una alegoría de la escritura?”.

Si es así, hay que pensar qué lugar les cabe a los lectores de este relato. La pregunta es si queremos más desechos de un yo hipertrofiado; o si eso permite dar cuenta de otros residuos, políticos y sociales: otros mundos que aquí apenas caben en una mirada lateral, como en escorzo, reductora. Vivallo, indudablemente talentoso y premunido de buenas lecturas, bien pudiera abrir su narrativa hacia esos otros escenarios.

Fuente: Revista Santiago

Perfil en Paula, por Carola Solari

Fragmentos de Ricardo Vivallo. Paula 1238. Sábado 4 de noviembre de 2017.

Año 1999. Ricardo Vivallo tiene 15 años. Estudia en el colegio San Ignacio El Bosque. Cree que el colegio es terrible. Sus compañeros son de otro estrato social. Se siente ajeno, fuera de lugar. Un profesor le hace leer Crimen y castigo y la experiencia es como un mazazo en la cabeza. Las cosas parecen alinearse: la adolescencia problemática, conocer un par de amigos que están en la misma sintonía, descubrir ese libro que le muestra una profundidad que andaba buscando.

A los 20 cree que el oficio del escritor es un oficio peligroso: que va contra lo establecido. Estudia Letras en la UC, pero no le gusta la academia. Se retira y vuelve varias veces. Logra terminar la carrera. Pero, a última hora, se larga. No se titula. No quiere ser profesor de Literatura. Solo quiere leer y escribir. Los padres observan con extrañeza pero lo dejan ser. Habrían preferido que, como los hijos mayores, fuera ingeniero.

Deja la casa familiar, se va a vivir solo al centro y comienza a hacer anotaciones en un diario de vida. El primer cuaderno –hoy acumula unos 20– está fechado en 2011. Es un periodo en que está medio perdido: quiere escribir y no puede. Ha intentado con cuentos; a los 18 años fue a un taller de Pablo Azócar pero dio bote. Con la poesía le va mejor. Pero, definitivamente, la escritura del diario es la que más le acomoda.

Recorre el barrio, el Santa Lucía, con su amigo Martín. Recogen cosas que están tiradas. Luego, adquiere esa manía y sale solo a buscar cosas. Una vez encuentra algo especial. Han desalojado un departamento y botado todo a la calle. Se lleva unos libros antiguos de urología y enfermedades venéreas.

Hace collages con revistas y materiales viejos. Parte como un pasatiempo con amigos, una noche de carrete para matar el ocio. Lo sigue practicando regularmente en solitario: en su casa, cuando escucha música y toma cerveza, recorta y pega. No tiene ni una pretensión con ellos, los considera un arte menor. Pero terapéutico.

Por las tardes llena planillas Excel. Es un oficinista más en la fábrica de detergentes de su padre. El sueldo le alcanza para pagar el arriendo y las cuentas. No tiene ambiciones materiales. Vive en un departamento chico, no tiene auto ni una familia que mantener. Por las mañanas lee, lee y lee.

Decide ser más sistemático: escribir, guardar en carpetas. Manda textos a concursos. En 2011, un día antes de que cierre la convocatoria al Concurso de Cuentos Paula, selecciona algunos textos de su diario, arma algo y lo manda. Queda finalista. Se da cuenta de que las anotaciones de su diario son un material en bruto que puede manipular literariamente.

En 2015 gana la beca de creación del Fondo del Libro y queda finalista en los Juegos Literarios Gabriela Mistral. En 2016 gana el concurso Stella Corvalán de poesía y el Concurso de Cuentos de Paula; con la plata del premio se va de vacaciones a Perú. En Machu Picchu piensa que la escritura lo ha llevado hasta ahí y eso lo alegra.

Publicar su primer libro, Cuaderno de Guayaquil, es para él algo fortuito. La editora de Saposcat le propone hacer algo después de que gana el concurso de cuentos. Él se pregunta si debería sentarse a escribir un libro; lo descarta. Coge su diario y selecciona fragmentos que hablan de un hombre joven, deprimido, a la deriva. A la editora le gustan y le propone sumarle algunos collages. La mezcla funciona. Tras el lanzamiento ha roto la inercia. Él, que es patológicamente tímido, ha logrado exponerse con un libro crudo y visceral. Y ha sido terapéutico,  dice, aunque repita mucho esa palabra.

Fuente: Paula 

Cuaderno de Guayaquil entre las mejores portadas del 2017

Para Bataille, todo cuerpo está compuesto de cuerpos, que a su vez son compuestos y así sucesivamente. La portada de esta novela-collage usa como fondo uno de los trabajos del propio autor, sobre los que se presentan logo y título en un rojo que destaca. Una apuesta sencilla pero poderosa hecha por esta nueva editorial que, espero, siga dando que hablar.

Fuente: El desconcierto 

 

Esta novela-collage fusiona las entradas de un diario (¿real?, ¿inventado?, ¿un poco de los dos?) en el cual la voz del narrador, aterrado de vivir, articula uno de los más devastadores retratos del joven nuevo, que no cumple los requerimientos victimizantes asociados a su generación, la que bordea los 30 años. Su meta es sentir menos, huir sin ir a ninguna parte, “drenar el ruido” que lo paraliza. Una familia sostenida por lugares comunes, sexo que no conecta, amigos que aburren. Cada entrada de este texto encefálico va construyendo, ladrillo a ladrillo, un edificio que sin duda colapsará. Vivallo, como James Salter, entiende que solo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales. Y Cuaderno de Guayaquil es quizás demasiado real: después del morbo y la culpa, queda la sensación de espanto mezclada con empatía por este hombre que a veces no es más que un simulacro de sí mismo y que no romantiza el estar caído, encerrado, a la deriva. Vivallo ha escrito un texto definitivo. Crucemos los dedos que todo es invento.  Alberto Fuguet

—
Ricardo Vivallo (Santiago, 1984) es fundador y editor de Libros Tadeys, sello independiente dedicado a la poesía y la narrativa contemporánea. En 2015 ganó la beca de creación del Fondo del Libro y fue finalista de los Juegos Literarios Gabriela Mistral; en 2016 obtuvo el primer lugar en el concurso de cuentos de revista Paula y en el XIII concurso Stella Corvalán, género poesía. Cuaderno de Guayaquil es su primer libro.

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