Crónica de otoño. Katherine Hoch

Me preguntaste qué imagen se me venía a la cabeza, a la cabeza o donde sea que aparecen las imágenes cuando se nos vienen. Kali. Se me apareció Kali. Primero la tuvo mi hermana, luego la tuvo mi hermano; todos la dejaban tirada en la casa de mi mamá. En realidad, nadie la quería. Nadie quería tener a la diosa de la destrucción en el velador. La diosa era mía. Yo la quería y la pedí. Me la negaron. Volví a pedirla una, dos, tres veces. Hasta el hartazgo, hasta que se aburrieron de decirme que no y terminaron diciéndome que sí. Ahí, con ella, presencié la pulsión de muerte en la que todos estabamos: Felipe, Kali, yo, tú,  imagino que también. Hay que, recurrentemente, morir a veces. De distintas maneras, en distintos lugares. Siempre con el resguardo de no matar a nadie porque nadie quiere cargar un homicidio en los hombros. Yo no, al menos. Tú me imagino que tampoco. ¿Imagino bien? Quiero pensar que sí porque es más fácil así. Más simple.

No sabía nada de ella. No sabía nada de nada en general, solo que la quería. Que había visto cómo brillaba el metal en una pieza llena de libros e incienso. El resto lo supe después. Hace poco. Como cuando uno se entera tarde de las cosas que suceden. Tampoco importa que tarden. ¿A ti te importa? A mí no. Porque nadie planifica las pulsiones. Ni el deseo. Tú y yo lo sabemos, ya lo hemos conversado, indirectamente. Indirectamente nos hemos dicho todas estas cosas, otras veces. ¿Te acuerdas? También te dije que me gustaba construir esos pequeños escenarios en que viene la muerte, viene la muerte y quiebra la monotonía. Me imagino que Kali actúa en esos pequeños momentos. Desde esas pequeñas pulsiones.

El alcoholismo crea vínculos. Pasa a ser un oficio, un adjetivo. Una marca. Paganismo. Escuché a paganos hablar. Decían que no creían en nada. Y yo ingenuamente pensé que eran ateos. Imaginaba el fuego y un montón de personas alrededor moviéndose.

Me dijiste que había un avión en el suelo. Y yo lo imaginé tirado en el suelo, detenido. Eso te dije. Pero me dijiste que en realidad el avión estaba volando, en línea recta. No subía ni bajaba. Solo se mantenía ahí en línea recta. Yo imaginaba un avión de juguete tirado al lado de mi cama. Pequeño, blanco con una franja celeste. La clásica imagen de aerolinea gringa. Me gustaba la idea de que estuviera detenido, tranquilo. Pero qué importa lo que a uno le guste o la imagen que tenga de las cosas. Siempre hay otra imagen posible, que se mueve y nos separa de esa otra imagen que tenemos de las cosas. Hay que entrar en ese espacio. El espacio donde hay otra imagen posible y las cosas se mueven y nos separan. Me acuerdo cuando iba al trabajo y andaba en micro durante una hora. Todos los días veía el mismo árbol. Y dudaba de su cualidad de árbol; no entendía si el árbol era árbol porque yo lo consideraba árbol o porque en realidad había algo inherente en él que lo hacía ser árbol. Todos los días que tomaba la micro, miraba ese árbol y pensaba lo mismo. No sabía si el árbol era árbol porque yo lo imaginaba árbol o si en realidad él quería serlo. Si ese día llevaba el vacío en el bolsillo, mi pensamiento mutaba en que, si el árbol en realidad no era árbol, qué era yo entonces. Si alguien me veía árbol, ¿eso me convertía instantáneamente en árbol? ¿O había algo en mí que me hacía árbol? De ahí pensaba que en realidad era estúpido cuestionarme eso. Que qué importaba si yo era árbol porque la gente así lo asumía o si era porque me sentía árbol. Pero ¿y si el árbol en realidad se pasaba el rollo con que era otra cosa, otra cosa distinta a un árbol? Ahí ya no había certeza. Cuando me calmaba, solo pensaba en que era mejor que el árbol se sintiera como quisiera sentirse. Pero había algo que era elemental y que debía admitir: el árbol tenía un tronco, tenía hojas, raíces. Eran cosas, desde mi perspectiva, lógicas. De las que nadie podía escapar. Y desde ahí tal vez, solo tal vez, se podía construir alguna noción sobre las cosas. O al menos rozarlas un poquito. Alcanzar a tocar el tronco. Y sentir que tiene texturas, que tiene grietas. Entonces me calmaba y todo dejaba de importar: si el avión estaba en el suelo detenido, o si volaba en línea recta durante horas.

Me gustaría ir a visitar una cueva donde vivan lobos. Verlos dormir. Caminar despacio cerca de ellos y evitar que despierten. ¿A ti te gustaría caminar entre lobos? Me preguntaste si tengo algo escrito sobre ti. No te respondí. Y la verdad es que no, no tengo nada escrito sobre ti. Pero pienso que debería hacerlo. Escribirlo.

+ Katherine Hoch (Santiago, 1991). Estudió Letras y Ciencias del Lenguaje. Ha participado del taller Poetizar y pensar de Nadia Prado (2017) y del taller Ensayo literario de Matias Rivas (2018). Actualmente es editora del colectivo Pantógrafas, que indaga sobre la figura femenina en el cine.