Campos de flores. Verónica Echeverría

Wyee es una localidad al sur de New Castle llena de tranques y cielos. Tranques que reflejan cielos anaranjados durante las tardes y que en los días grises a eso de las seis de la tarde se llenan de patos y golondrinas que bajan a tomar agua. Me dijeron acá que en la caza de patos introducen patos de goma en los tranques para atraerlos y dispararles.

Frente al tranque estaban las habitaciones. Aproximadamente ocho containers pequeños, cada uno con un camarote y lo básico. Los baños estaban alejados, lo que significaba un problema si se quería ir en medio de la noche. No tanto por el frío, sino más bien por los insectos de la zona. Esto último sumado a las ganas de ir al baño terminaba produciendo siempre una sensación de nerviosismo que a muchos nos hacía atravesar el camino a saltitos y en puntillas haciendo ruidos extraños con el fin de ahuyentar cualquier cosa que pudiera estar en nuestro camino. Cerca de los baños estaba la cocina. De ella sólo recuerdo la loza siempre acumulada en el lavaplatos y un montón de cucarachas caminando sobre las paredes. Cociné poco, casi nada. Alrededor estaban los cultivos de flores: decenas de invernaderos todos muy bien alineados donde crecían lirios y crisantemos de diferentes colores que, tras la recolección, eran llevados en camiones a los mercados de flores de New Castle.

La recolección de flores se hacía por la madrugada y luego por la tarde y la noche cuando el sol estaba por ponerse. A veces, mientras desmalezaba, podía ver a lo lejos a los recolectores de flores acercarse lentamente hasta que se producía un pequeño contacto visual. Recolectar era todo lo opuesto a lo que yo hacía al desmalezar. Había que ser cuidadoso con la planta madre, trabajo para el cual solamente se usaban las falanges. La persona tomaba las flores una a una hasta que, pasado un rato, tenía un ramo que iba dejando en unas cubetas que estaban ubicadas a los costados de cada camellón. Eran pocas las que recolectaban. La mayoría mujeres de paso que llevaban varios meses trabajando en el campo o vietnamitas asentados en Australia. Todos de movimientos muy suaves, lentos y manos pequeñísimas, minúsculas. El gesto de desmalezar era torpe. Trabajábamos en cuclillas arrancando todo lo que dificultara el crecimiento de las flores. Nuestros movimientos eran brutos y muchas veces tirantes cuando las raíces estaban muy adentro en la tierra y la planta se resistía a salir. Se hacía con rabia a veces, acelerándose el ritmo cardiaco. Todo eso lo recuerdo con un poco de ansiedad. Trabajábamos ocho horas con un pequeño descanso durante la mañana y luego otro durante la hora de almuerzo.

De los alrededores, destaco la perfección con que fue organizado y distribuido el campo y los muchos otros que vi al paso mientras cruzaba las carreteras. Al frente, cada portón y cerco en su lugar, los camellones todos iguales, proporcionales y nutridos. Los galpones grandes, rectos e inoxidables. La cosecha verde y fuerte. El pasto siempre a ras de suelo, los arbustos meticulosamente podados y las casas todas en relación con el exterior como esas casas de revistas de domingo. Todo insoportablemente medido y en su lugar.

A diferencia del campo chileno, en el campo australiano no hay presencia de escombros ni dejo de abandono. Todo ha sido pensando y construido. Extraño ver desde los caminos aledaños proyectos a medio terminar. Construcciones inconclusas, montones de tierra acumulada, tablones, maquinarias olvidadas en medio de los terrenos, rejas oxidándose, escombros, casas demolidas, muebles en desuso, cabañas ruinosas, la presencia de corrales y la ausencia de animales y todo el mundo imaginario que se despliega detrás de ese abandono. Los años de juventud de un hombre atrás del porche estacionado frente al galpón, la rutina de tarde de un apicultor que se prepara para sacar la miel de los panales, rebaños de ovejas y vacas pastando o siendo arriadas y más.

Durante las noches reconstruía el día e imaginaba las flores en las cubetas reunidas dentro de un camión trasladándose hacia el norte. Cada tarde tras la recolección imaginaba al conductor manejando lento y con extremo cuidado balanceándose suavemente por la carretera. De movimientos abiertos y curvos. El interior del camión es siempre fresco. En la agricultura la flor anuncia la madurez de las frutas y verduras. En la ceremonia del té, en Japón, ikebana es el nombre del arreglo floral confeccionado especialmente para la ocasión, hecho con flores de la estación. Domésticamente hablando, las flores y las plantas son un pasatiempo que supera su función decorativa. Una vez, cuando le pregunté a la hermana de mi papá sobre su rutina, me dijo que tenía el jardín, que así mataba las tardes y sobrevivía.

Después de cruzar lentamente la carretera del pacífico, acompañada por el conductor o bien en el interior del camión junto con la carga, veo las flores en las tiendas sobre repisas y vitrinas de vidrio, en nacimientos, centros de mesas, ceremonias y funerales, alumbradas esta vez no por el sol que atraviesa los invernaderos sino por una luz blanca y enceguecedora.

+ Verónica Echeverría (Santiago, 1992), estudió literatura y actualmente trabaja como profesora de español.