Camiroaga o el horror del azar. Jonnathan Opazo

«La realidad es la única película que nos quita el sueño» escribió Enrique Lihn en los ochenta. La realidad, a veces, es una película irónica y terrible. La realidad, a veces, parece un collage extraño donde el azar va pegando piezas como en un poema dadaísta. Por ejemplo: el 10 de septiembre del 2001 –leo en en una columna de La Tercera–, George Carlin estrenaría una rutina que llevaba por nombre «I kinda like it when a lotta of people die» («Como que me gusta cuando muere un montón de gente»). La mañana del 11 de septiembre, tres aviones echaban abajo las Torres Gemelas. Carlin, por supuesto, da un paso atrás.

Otra: en 1955 se construye el conjunto habitacional Pruitt-Igeo a cargo del arquitecto Minoru Yamasaki. La finalidad del proyecto era frenar la suburbanización y paulatino abandono de la ciudad de San Luis, Misuri. En 1965, Yamasaki es condecorado como doctor Honoris Causa por el Bates College y, dos años después, se embarcaría en otro proyecto de gran envergadura: diseñar el World Trade Center, que fue terminado el año 1973. Un año antes se daría comienzo a la demolición completa de los 33 edificios que componían el Pruitt-Igoe. El proyecto fue un fracaso absoluto, llevando incluso a denominar el fenómeno como la muerte de la arquitectura moderna.

Sobre el segundo proyecto de Yamasaki ya sabemos demasiado.

Otra: Felipe Camiroaga escribe en su cuenta de twitter: «Del aire soy, como todo mortal, del gran vuelo terrible y estoy aquí de paso a las estrellas, G. Rojas. grande». El 2 de septiembre –la realidad es la única película que nos pone los pelos de punta– el avión CASA C-212, que se dirigía a la Isla de Juan Fernández, cae al océano pacífico. Felipe Camiroaga, junto a una comitiva de camarógrafos y otras personalidades del medio, estaba en el avión.

Desde ese día, asistiríamos a días oscuros y aciagos: la televisión se poblaría de especiales recordando al animador. Hablarían familiares de las víctimas del accidente. Amigos de Camiroaga. En las afueras de Televisión Nacional se apostarían decenas de deudos a dejar velas, imágenes, flores. La muerte de Camiroaga fue algo así como la muerte de un santo.

El 2011 yo vivía en San Javier con mi madre y mis hermanos. Ella, cuyo trabajo en la cárcel como paramédico forjó una especie de ánimo a salvo de sentimentalismos baratos, se mostró absolutamente conmovida. Ni hablar de mis tías. Ni hablar de mi abuela. Recuerdo, con una mezcla de risa y asombro, a un conocido cuya imagen responde al estereotipo del macho latinoamericano: mujeriego redomado y atractivo para cuanta chica se le cruzara por el camino. Días después, conversando sobre el tema, nos confesaría a mí y a un amigo que él también lloró. Que en su casa todos lloraron la muerte de Camiroaga y él no pudo restarse. «Solté unas lágrimas», dijo.

Nosotros nos reímos. Él guardó silencio. La realidad es la única película que nos hace reír hasta que se nos desencaje la mandíbula.

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Tras su muerte, Camiroaga fue nombrado hijo ilustre de Villa Alegre, comuna conocida por estar llena de naranjos y por los numerosos prostíbulos que en el siglo XIX la habrían bautizado como «Villita Alegre». No deja de ser extraño que haya sido el accidente el motivo para instalar una suerte de atractivo turístico al interior de la comuna. Hoy, el museo de Villa Alegre –que también es conocido como «el museo de Camiroaga»– cuenta con dos salas habilitadas para rendir homenaje póstumo no sólo al animador, sino a toda su genealogía. Sin embargo, la relación de éste con la comuna es bastante accidental: según podemos leer en algunos medios e incluso constatar en algunas fotografías presentes en el museo, Camiroaga habría pasado algunos veranos en una casa de campo de Villa Alegre. Ese dato, sin embargo, me parece relevante en tanto parece reproducirse sin cesar en casos similares a lo largo y ancho del país: un claro ejemplo es Gabriela Mistral, cuyo lugar de nacimiento sigue siendo disputado por algunas pequeñas comunas precordilleranas de la cuarta región; o el cerro Chiripilco, en Hualañé, donde habría muerto Lautaro, mito que diversas comunidades de la zona costera de la región se arrogan. Chile como país de disputas escatológicas.

Como sea, el lugar tiene un atractivo indudable. La primera sala, ubicada en la esquina izquierda de la casa donde está instalado el museo, tiene un aura de solemnidad más cercana a una figura política que a un animador de televisión. Aunque, claro, para sus miles de deudos, Camiroaga rebalsa con creces su carismático rol de teleseries, estelares y matinales. Basta echar una mirada a los cuadernos de visitas para entender que este museo es más bien un templo, una zona de peregrinaje: porque el museo es, por antonomasia, el lugar donde las obras van a reposar para ser devoradas por la mirada ahíta del voyeur, quietas y desangeladas. Acá, en cambio, asistimos a la remembranza religiosa en el sentido más estricto de la palabra: el re-ligare. Un niño de 5 años, por ejemplo, escribe que después de la muerte del animador no volvió a ver el matinal por respeto. Familias completas se deshacen en loas: Familia Escobar Páez desde La Serena, familia Hernández Rojas desde Valparaíso, familia Torres Torres desde Linares, familia Calderón Morales desde Curacaví. Cada libro conforma a su manera un relato total de la religiosidad popular chilena.

Otros piden derechamente por la salvación de sus almas, el cuidado de los enfermos, la salvación de la patria. Camiroaga es un Buda, un santo inocente cuya desaparición en el mar hace que la devoción sea más acentuada. Camiroaga es una figura más de la religiosidad popular latinoamericana y está allí con Gilda, Emile Dubois y Maradona, por nombrar algunos.

La segunda sala, ubicada al fondo de un pasillo, da cuenta de aquello: aquí el frenesí es desbordante y las muestras de aprecio se multiplican. Poemas, acrósticos, platos, un retrato hecho en mármol, banderas chilenas, argentinas y peruanas, fotografías de fans y un montón de memorabilia que podría dejar estupefactos a los antropólogos del futuro. El último paso en esta transición hacia el parnaso del santerío local son los mensajes agredeciendo los favores concedidos. Por ahora, la figura del animador se encuentra en la etapa de la evocación nostálgica del pasado reciente: horas de matinal y teleserie azucarada condenadas a ser un lugar donde repetir infinitamente la imagen espectral del héroe perdido.

Y las salas de museo como su mausoleo.  

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Cuando murió Camiroaga, el gobierno de Piñera estaba pasando por uno de sus peores momentos: las tomas y paros en colegios y universidades llevaban alrededor de 6 meses. Parecía que el país completo estaba a punto de asistir a algo grande. Como si de pronto, un temblor nos hubiera sacado del sopor de la transición.

Pero cayó el avión. Y se acabó la fiesta. Seguir quejándose era como contar chistes en el funeral de un amigo. Suena horroroso, pero fue más o menos así: el accidente funcionó como un deus ex machina para La Moneda ese 2011 de marchas, barricadas y cocktails molotov. El punto de partida para borrar el sueño del mapa. No se trata de dos fenómenos asociados bajo la lógica de la causa-consecuencia, sino más bien como coyunturas que se solapan de forma caótica. Y cada lectura de la misma es un intento por reducir su complejidad que el azar introduce.   

Porque la realidad es la única película que nos deja absortos.

+ Jonnathan Opazo Hernández (San Javier, 1990), es autor del libro de poesía Junkopia (Bifurcaciones, 2016), con fotografías Rodrigo Figueroa. También ha publicado las plaquettes Baja fidelidad (Jámpster e-books, 2017) y Cangrejos (Inubicalistas, 2017).